No hay más patria que el rock
Mientras se preparaba el golpe de estado contra la democracia el grupo australiano AC/DC iba a actuar por primera vez en Madrid. En cierto modo fueron dos asaltos al orden constituido
El 17 de enero de 1981 estaban ya en flor los almendros, que no eran sino los conjurados en el golpe de estado del 23-F que se estaba cocinando y tal vez el teniente coronel Tejero ya había comenzado a hacer gárgaras con la clara de dos huevos, los suyos propios que eran también los de la patria, para suavizar la garganta con la que poco después en el asalto al Congreso, pistola en mano, gritaría: “¡ Que nadie se mueva, todos al suelo, al suelo!”. Pero en la noche de aquel día, sábado 17 de enero de 1981, dos horas antes de que comenzara el concierto, sucesivas oleadas de búfalos llenos de garfios e imperdibles, cada uno con su niebla en el belfo, avanzaban hacia el norte del paseo de la Castellana en dirección al pabellón del Real Madrid. Las linternas de los furgones de la policía pasaban ráfagas de color cobalto sobre las cabezas de aquel rebaño. A nadie de esta manada le importaba el ruido de sables ni otra patria que no fuera el rock.
Entre un clamor de bocinas de coches atascados por todas las bocacalles llegaban las tribus del sur, cada una revestida con sus arreos de distinción y reconocimiento. Había ángeles del infierno con un foulard de vidrios relampagueantes, la polaina nazi, el pelo con gomina, los labios pintados de negro, que se unían a las reatas de chicas galácticas con medias de colores, babuchas celestes, abrigos de raído mutón, muselinas, sombreros mormones y otros andrajos pacifistas; pero el grueso del ejército iba vestido simplemente de chapista macarra recién duchado, con la chupa de cuero duro de la periferia. Mientras en otra oscuridad se preparaba el golpe de estado contra la democracia el grupo australiano AC/DC iba a actuar por primera vez en Madrid. En cierto modo fueron dos asaltos al orden constituido, cada uno a su manera.
Los camellos habían logrado agotar sus existencias: chinas de hachís, hierba, ácidos, anfetaminas, azúcar, caballo. Así cargada avanzaba la tropa por los túneles en medio de una berrea feroz en busca de un sitio en las esteras de la cancha o un asiento en las gradas de cemento. Fuera del pabellón había camadas violentas dispuestas a asaltar las vallas protegidas por una trenza de gorilas de terribles antebrazos con bates de beisbol.
La orgía musical estaba a punto de empezar. Mientras una calima de marihuana se adensaba en el espacio, el botiquín atendía las primeras lipotimias, las primeras sobredosis. Los canutos pasaban litúrgicamente de mano en mano con toda inocencia entre desconocidos. En los lavabos se aspiraban rayas de cocaína, las tazas de los retretes se tragaban algún instrumental hipodérmico, y los espejos devolvían la imagen deslumbrada de los yonquis. Hasta que, de pronto, en el pabellón se hizo la oscuridad apenas iluminada con mecheros, bengalas con estrellitas de hada y brasas de porro que brillaban como luciérnagas.
Desde lo alto del infierno sonaron doce golpes majestuosos de gong accionados con una maza por un macho hortera y en ese instante aparecieron los dioses, los héroes más salvajes del rock, el conjunto más bronco, formado por cinco australianos esquizofrénicos, bajo el mando de Angus Young en medio de una explosión de focos y desde el escenario cayó un trueno sobre la multitud, como el despegue de un jumbo que levantara vuelo a ras de las cabezas acompañado por el aullido de las fieras. A partir de ese momento lo que sucedía en el escenario limitaba, por la parte inocente, con la epilepsia, y por la parte malvada, con la silla eléctrica.
El tipo de la guitarra, Angus Young, vestido de colegial victoriano con terciopelos de satén verde se comportaba como un mono rabioso al que le hubieran conectado un cable de muchos voltios en el culo y encima fuera ametrallado por el batería Phil Rudd. Daba saltos eléctricos y se debatía en el aire con calambres que le sacaban chispas de soplete por las coyunturas; abrazado por sucesivas descargas se plegaba sobre la tarima como un Lucifer poseído por la gloria, quedaba electrocutado en el suelo; y mientras el vocalista Brian Johnson gritaba con alaridos que estaban en el límite de la barrera del sonido, a Angus Young de repente un resorte lo elevaba a dos metros de altura abrazado a la guitarra.
Han pasado 40 años desde la noche de aquel día. Poco después se produjo el asalto al Congreso, que en cierto modo también fue un sucio concierto de una banda borracha, pero desde entonces el grupo AC/DC, después de muertes y quebrantos, aún sigue vivo y acaba de sacar su último disco, Power Up. Tejero gritó en el Congreso: “¡Quieto todo el mundo, que nadie se mueva!”. Como reacción a este aullido aquellos jóvenes que asistieron al concierto en el pabellón iniciaron la movida. Aquel concierto de AC/DC fue la presentación en sociedad de las nuevas tribus urbanas, que luego ocuparían todo el asfalto, aunque muchos de aquellos adolescentes insomnes que llegaban en manadas hacia el pabellón, unos se han perdido en la niebla y otros han llegado a subsecretarios.
Babelia
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