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DESDE EL PUENTE
Columna
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Entre estetas, millonarios y bohemios

En la rue de Fleurus, 27, del Barrio Latino de París se reunían pintores, poetas, escritores y críticos de arte

Manuel Vicent
La escritora Gertrude Stein con su perro Basket en su apartamento de París en 1946.
La escritora Gertrude Stein con su perro Basket en su apartamento de París en 1946.Horst P. Horst (Conde Nast via Getty Images)

Gertrude Stein era todavía una niña cuando en un viaje en tren desde Pensilvania a California durante el trayecto tuvo un percance que obligó a su padre a pulsar repetidamente el timbre de la alarma hasta lograr que el convoy se detuviera. Los pasajeros creyeron que había sucedido algo muy grave, pero todo lo que había pasado era que a la niña Gertrude, al asomarse a la ventanilla, se le había volado el sombrero. El padre o, tal vez, alguno de sus acompañantes se apeó y después de desandar media milla por la vía lo encontró en un sembrado. La niña recuperó el sombrero, se lo encasquetó en la cabeza y resuelto el problema el tren reemprendió la marcha. Sucesos como este hicieron que la autoestima de Gertrude Stein tuviera una base muy sólida desde su más tierna infancia. Fueron muchos a lo largo de su vida quienes estuvieron siempre dispuestos a recuperarle el sombrero, Picasso, Matisse, Man Ray, Hemingway, Scott Fitzgerald, James Joyce y Ezra Pound entre otros.

Gertrude Stein y su hermano Leo eran dos judíos norteamericanos, de origen austriaco, huérfanos y viajeros cosmopolitas, absolutamente multimillonarios, que hacia 1903 confluyeron en París dispuestos a vivir a fondo la fascinación de los nuevos tiempos. En la rue de Fleurus, 27, en el Barrio Latino, establecieron su vivienda de dos plantas en cuyo jardín había un pabellón donde exhibían para los amigos la pintura de vanguardia que acaparaban vorazmente a golpe de talonario. De hecho, aquel pabellón era la mejor galería de París. Allí se reunían pintores, poetas, escritores y críticos de arte. Las veladas de los sábados en el estudio de la rue de Fleurus, 27, comenzaron a hacerse famosas y, entre el alcohol, los egos de los artistas dirimían sus mejores batallas. Picasso nunca entraba en competición con nadie a la hora de elegir el mejor lugar para colgar su obra. Decía: “Donde esté mi cuadro será siempre la mejor pared”. Pero esta vez no fue así.

Una de las paredes del pabellón la ocupaba casi por completo el cuadro de Henri Matisse La joie de vivre, de 174 por 238 centímetros, realizado por el pintor en 1906 en París y adquirido por esta coleccionista después de haber sido expuesto en el Salón de Otoño de ese año. La tela representaba una escena bucólica en medio de un paisaje pastoril donde unos jóvenes y unas muchachas desnudos se desperezaban, tocaban el caramillo, se abrazaban y bailaban. Este cuadro idílico en el que se representaban los pequeños placeres de la vida enervaba a Picasso, que no cejó de combatirlo hasta lograr que Gertrude lo vendiera para colocar en la misma pared Las señoritas de Aviñón, que Picasso acababa de pintar en 1907. Con el tiempo el óleo de Matisse fue a parar a la fundación Barnes, de Filadelfia y el cuadro de las señoritas del burdel de la calle Avinyó de Barcelona se conserva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Con la nariz de una de estas prostitutas trazada a la manera de una máscara negra que le había mostrado Matisse creó Picasso el cubismo. Los dos genios se respetaban en público pero se odiaban en secreto y Gertrude siempre acababa por poner paz en sus rencillas.

Por su parte Gertrude Stein también mantenía una competencia soterrada con su amiga la librera Sylvia Beach a la hora de disputarse a los literatos norteamericanos, Ezra Pound, Hemingway, Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson, que campaban por París para atraerlos a su propio territorio, una al pabellón de la rue de Fleurus, 27,otra a su mítica librería Shakespeare & Company situada entonces en la rue de l’Odéon, 12. Sylvia Beach hizo posible la publicación del Ulises de Joyce, en 1922, con un dinero aportado por Ezra Pound, quien después no podía soportar la fama del libro que él mismo había propiciado. También la propia Gertrude Stein, como escritora, odiaba a James Joyce puesto que ambos se disputaban la vanguardia literaria y el irlandés le había arrebatado la gloria entre aquel grupo de exquisitos con la literatura experimental.

La primera regla en aquel ambiente de Montparnasse era hacerse notar y sin duda Ezra Pound, un personaje, mitad santo laico, mitad canalla, estaba en el centro de todos los debates. De él decía Hemingway que tenía ojos de violador fracasado, si bien lo consideraba un gran poeta que dedicaba la quinta parte de su tiempo a su poesía y empleaba el resto a ayudar a sus amigos. Durante un banquete en homenaje a D. H. Lawrence, sintió que Yeats estaba acaparando toda la atención. Para contrarrestar esta pequeña gloria, a la hora de los postres Ezra Pound se comió un tulipán rojo del ramo que adornaba la mesa y viendo que no era suficiente con uno se comió otro más y no cesó de comer flores hasta reclamar todas las miradas. Ezra Pound luchó denodadamente para alcanzar su fracaso en la vida y al final solo por epatar se dejó caer en el fascismo. Así eran las pasiones en aquel tiempo dorado de los años veinte en París entre estetas, millonarios y bohemios.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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