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Desde el puente
Columna
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Aquellas cenas de ‘Hermano Lobo’

Chumy Chúmez era el referente de un quinteto de humoristas de muy alto nivel

Manuel Vicent
Viñeta de Chumy Chúmez donada a la Biblioteca Nacional.
Viñeta de Chumy Chúmez donada a la Biblioteca Nacional.Chumy Chúmez

La ley de prensa de 1966 había acabado con la censura previa. Ya no había que pasar por la humillación de tener que llevar las galeradas de los libros, periódicos y revistas al ministerio para que un censor, según el grado de su acidez de estómago, de su servilismo político o fanatismo religioso, te prohibiera o tachara con un lápiz rojo las páginas de una novela, tirara tu artículo a la papelera o con el dedo en los labios te mandara callar. Con esa ley, el ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, había cortado las alambradas, pero había dejado esa tierra de nadie sembrada de minas, que podían hacer saltar por los aires, no solo la edición entera del libro o del periódico, sino también al autor, al editor y a la empresa.

Los humoristas de izquierda al final del franquismo se habían especializado en sortear este peligro, jugando al ratón y al gato con la censura en el filo del acantilado. “Qué país éste en que los pobres van desnudos y las gambas con gabardina”, sentenció El Roto. Pues bien, en aquel tiempo y en aquel país el humorista Chumy Chúmez era simplemente un joven alegre y airado que se había convertido, a pesar suyo, en un mito de la oposición democrática, entonces aún soterrada, muda y clandestina. En la tercera página del diario Madrid, donde se permitía dar algunos pellizcos de monja al régimen con editoriales escritos con una sonrisa de conejo, Chumy dibujaba con trazos expresionistas a unos capitalistas con chisteras y un puro en la boca azotando obreros, señoritos montados en el lomo de su criado, jornaleros cargados con un pedrusco, prebostes con el lazo de Isabel la Católica y una querida a los pies. En la revista Triunfo, entre análisis de política internacional que tenían siempre una lectura crítica y sesgada de la política interior, se podía contemplar el dibujo de Chumy Chúmez de un capitalista dándole consejos a un hijo ácrata, o de un latifundista subido a los riñones de la mujer del capataz, el chafarrinón de un sádico con garrota de nudos y carcajada de lobo sindical.

Pese al peligro de caer en el foso de los cocodrilos, éramos muy felices entonces los humoristas con un enemigo tan obvio, teniendo además de tu parte al lector que conocía todas las claves para leer entre líneas. En aquellas cenas en el restaurante Casa Picardías, donde fabricábamos cada jueves el humor de Hermano Lobo, que significó una ruptura del lenguaje crítico e inauguró otra forma de carcajada, la buena estrella de Chumy Chúmez brillaba con toda la intensidad de su genio contradictorio. Él era el capitán de aquellas huestes. Cuando el diario Madrid fue demolido por la explosión de la consabida mina accionada desde el ministerio, cuyos escombros cubrieron las tímidas señales de apertura, Chumy aglutinó a su alrededor a un grupo de dibujantes y periodistas dedicados de forma pertinaz a seguir haciéndole cosquillas a la dictadura. Chumy era el referente de un quinteto de humoristas de muy alto nivel, con Forges, Summers, Perich y Ops, que después firmaría como El Roto.

Era un equipo de combate. Recuerdo aquellas cenas de Hermano Lobo como una fiesta que ya anunciaba la inminente libertad. Era incluso divertido ir a declarar al Tribunal de Orden Público de las Salesas, que al final se tomaba como excursión casi deportiva. Durante la agonía del franquismo se puso de moda pedir en los restaurantes, como entrante, ensalada de endivias con crema de queso roquefort, un plato entonces insólito. Chumy lo pidió en una de aquellas cenas en Casa Picardías. "¿Endivias, que son endivias? —le preguntó Forges—. “Endivias es lo que tú me tienes a mí” —contestó Chumy—. No había celos entre ellos, sino una emulación que excitaba su ingenio demoledor.

Pero muerto el dictador, hubo un impúdico trasvase de chaquetas, intereses e ideologías. Gente mediocre, que había hurtado el bulto en los tiempos de plomo, se hizo demócrata en diez días con inusitada vehemencia. Chumy sacó a orear su innata rebeldía. Nadie acertaba a decir si era rojo, ácrata, de izquierdas, de derechas, anarquista o reaccionario. Sus viejos admiradores no acertaban a meterlo en su casillero, puesto que había comenzado a dar leña a ambos bandos.

Chumy Chúmez seguía siendo el mejor humorista español, un feroz expresionista de rasgo animal, quien en plena Transición, rodeado de conversos a la libertad, él tenía un pie en Manhattan y otro en la Medina de Fez, bailaba claqué y hacía elucubraciones freudianas sobre la ciática, tomaba anfetaminas con porrón, dividía su alma entre una rubia californiana y un labriego sabio de San Esteban de Gormaz.

Chumy Chúmez parecía un genio sin convicciones, o tal vez las tenía todas y más allá del bien y del mal era sencillamente un demócrata airado. Sucede lo mismo hoy con algunos intelectuales, escritores, periodistas y humoristas que han cambiado de garita y disparan a mansalva contra sus antiguos correligionarios. Unos son reaccionarios, pero otros, los más lúcidos, resulta que se han hecho viejos y solo por eso están cabreados.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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