Cuando Scotland Yard salía a cazar estrellas del rock
Norman Pilcher, el policía antidrogas que detuvo a John Lennon, Brian Jones o George Harrison, evoca su ascensión y caída en sus memorias
Parafraseando al poeta, su nombre envenenaba los sueños, los sueños de la gente guapa. Las estrellas del Swinging London estaban convencidas de que un hombre del saco iba tras su pista. Un policía que no fallaba: asaltaba tu domicilio y, si no encontraba material incriminatorio, Norman Pilcher hacía que, abracadabra, apareciera alguna substancia prohibida. En 1967, salió la alucinada I Am The Walrus, donde John Lennon se burlaba de un tal “Semolina Pilchard”. En ese momento, los Beatles se creían inviolables, pero pronto descubrirían que no era así.
Lennon y Yoko Ono fueron arrestados en octubre de 1968, por posesión de cannabis. Unos meses después, igual suerte corrían George Harrison y su esposa, Pattie Boyd. Solo se libró el futuro marido de Pattie, Eric Clapton, que recibió un aviso y puso pies en polvorosa. Con tanta prisa que se le olvidó alertar a sus compañeros de apartamento.
Los Rolling Stones se sabían en el punto de mira. En 1967 había ocurrido la redada en Redlands, la casa de campo de Keith Richards, que se saldó con serias condenas de cárcel para Mick Jagger y Richards, posteriormente anuladas. Pilcher no participó en aquella operación, efectuada por policías rurales tan despistados que confiscaron la pila de jabones de hotel gratuitos que el guitarrista acumulaba durante sus giras: imaginaron que allí se escondía el temible LSD del que tanto se hablaba.
Pilcher sabía dónde y qué buscar. Unas semanas después de Redlands, accedió al piso londinense de Brian Jones: halló resina, anfetaminas y cocaína. El rollingstone estaba colocándose con un aristócrata, Stanislas Klossowski de Rola, el hijo tarambana del pintor Balthus. Manjar perfecto para la prensa sensacionalista. Cierto que Pilcher era ecléctico en sus objetivos: había pillado a Lionel Bart (autor del musical Oliver!), a la cantante Dusty Springfield y al músico de jazz Tubby Hayes (pieza fácil: era un reconocido yonqui).
Con todo, el detective sargento Pilcher no tenía muchos fans en Scotland Yard: su Brigada Antidrogas iba por libre, no respetaba los procedimientos y salía demasiado en la prensa. Cuando le quitaron el puesto y le convirtieron en un bobby (policía) convencional, con uniforme, comprendió que se acabaron los días de vino y rosas. Dimitió en 1972 y emigró a Australia. Con su brillante historial, confiaba en reengancharse allí en la policía local.
No fue así; volvió al Reino Unido esposado. Toda la Policía Metropolitana londinense estaba siendo investigada y su caso parecía muy evidente. Sus grandes éxitos derivaban de chivatazos, confidencias de camellos que, a veces, eran premiados con drogas requisadas. Recurría, en caso necesario, a plantar evidencias en las viviendas allanadas. Una táctica que Pilcher siempre ha negado, pero que explica su apodo de El Jardinero.
Cayó finalmente por una cuestión técnica. Como muchos agentes, en los registros de su departamento apuntaba una actividad laboral que no se correspondía con la realidad, para evitar —aclara— que algún topo se fuera de la lengua. Esas contorsiones le obligaban a mentir en juicios como el de la familia Salah, paquistaníes que importaban cantidades respetables de hachís. La convicción de que eran culpables justificaba, según su opinión, pequeñas trolas en el estrado. Los Salah fueron liberados y, a finales de 1973, Norman Pilcher fue condenado por perjurio. Cuatro años de cárcel, al final reducidos a 18 meses.
Ya no se supo nada de él. No protestó cuando se dedicaron canciones o cuando un personaje sospechosamente similar se colaba en películas o novelas. Algunos rumores le situaban al frente de un servicio de catering o en una autoescuela. Ahora, a los 84 años, se destapa con unas memorias, Bent Coppers, que muestran todas las deficiencias de los libros autopublicados. Infinitas reiteraciones, excesivo relleno (casi 40 páginas de fotocopias poco legibles de documentos y cartas) y que no falte una conspiración: en aquellas fuerzas policiales, denuncia, solo prosperaban los miembros de la masonería.
No se hagan ilusiones. Hasta el título, algo así como Polis corruptos, está robado de un libro de 1993. Pilcher asegura que, en su tiempo, todo el Cuerpo estaba habituado a las corruptelas, especialmente en las áreas delicadas: prostitución, pornografía, drogas. Insiste en que él obedecía órdenes de arriba: la Home Office (el Ministerio del Interior) quería atrapar estrellas del pop para disuadir a sus seguidores de cualquier experimentación; en verdad, el efecto era justo el contrario. Hoy resulta chocante que no persiguieran con idéntica saña a actores, modelos, fotógrafos, diseñadores y otras luminarias del Londres in, que compartían los vicios de sus amigos cantantes.
Ofrece poca información sobre su metodología: muy intrigante que se presentara en el hotel del formidable Levi Stubbs, entonces de gira con los Four Tops, con la seguridad de que el estadounidense consumía cocaína. Pilcher proclama que prefería husmear tras los traficantes, aunque eso le enfrentara con la gente de Aduanas.
Hoy, Pilcher manifiesta simpatía por sus víctimas. Asegura que mantuvo una relación cordial con John Lennon. Lamenta no haber vigilado las andanzas de Brian Jones, cuyo veredicto de “muerte accidental”, cree, encubre un homicidio. Y se ha convencido de que la única solución a la “guerra contra las drogas” pasa por su legalización.
Babelia
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