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Massimo Cacciari: “La Europa del euro ha sido un fracaso cultural y político”

El filósofo italiano, que también fue alcalde de Venecia, reflexiona sobre la deriva europea ante los retos de los próximos tiempos

Juan Cruz
Massimo Cacciari el 24 de septiembre en la presentación de su último libro, 'La obra del espíritu', en Bolonia.
Massimo Cacciari el 24 de septiembre en la presentación de su último libro, 'La obra del espíritu', en Bolonia.Roberto Serra - Iguana Press

Massimo Cacciari (Venecia, 76 años), filósofo, es un influyente pensador que en su país ha alternado la experiencia política, —como alcalde de Venecia, por ejemplo, cargo que ocupó entre 1993 y 2000 y entre 2005 y 2010—, con la teoría. Sus ideas en torno al futuro de Europa, que subraya en esta entrevista hecha a partir de un cuestionario por correo electrónico, han derivado hacia un pesimismo que le hace decir que “la política del euro” ha consolidado “el fracaso político y cultural” en que han derivado las esperanzas de un continente que no saldrá necesariamente mejor de la pandemia. Cacciari reclama una atención decisiva de las humanidades para detener este descenso a los infiernos que tiene la propia metáfora de Europa. Su último libro publicado en Italia es Il lavoro dello spirito (“El trabajo del espíritu”).

Pregunta. ¿Qué transformaciones cree que causará la pandemia?

Respuesta. La pandemia es un formidable acelerador de tendencias culturales y sociales que existían desde hace décadas. Tendencias sobre la organización general del trabajo, la hegemonía de los sectores económicos y financieros conectados a las nuevas tecnologías, la crisis de las formas tradicionales de democracia representativa.

P. Ustedes viven su propia forma de populismo. A pesar de las diferencias que hay entre unos y otros populismos, ¿tienen los mismos efectos en la vida política?

R. Se ha hablado demasiado de populismo. Los problemas sobre los que realmente hay que reflexionar son los que he mencionado anteriormente. Todos los populismos son reacciones a ese proceso que trastoca antropológicamente nuestras vidas. Son fenómenos de resistencia reaccionaria y, por tanto, a la larga, completamente impotentes. El problema radica en que hoy no parece existir en el mundo occidental una élite política capaz de gobernar la transformación en clave alternativa.

P. Platón creía que la política debe ser gobernada por filósofos. ¿Lo cree?

R. No se trata del gobierno de los filósofos. El paradigma platónico, traducido a términos actuales, plantea la pregunta: ¿es la política una mala práctica, es un mero trabajo o, para funcionar, debe estar estructurada a través de la organización, la burocracia y las competencias? ¿El político debe ser producto de un sorteo o de una casualidad, o más bien de un agotador proceso de formación y selección? En los orígenes del pensamiento democrático la respuesta era evidente: la democracia es válida como selección de los mejores. ¡Los valores de la democracia son aristocráticos! Esta es la paradoja que hemos olvidado.

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P. En los últimos años ha reflexionado mucho sobre el humanismo. ¿De qué manera los grandes humanistas ayudan a entender y a repensar este presente?

R. He intentado ofrecer una imagen del humanismo en un sentido anti-antropocéntrico, lejos de cualquier utopismo irenista-conciliador. El humanismo de Alberti, Valla, Maquiavelo, y también de Guicciardini y Bruno. Son motivos que lo diferencian también de la corriente mayoritaria de la filosofía propia de la revolución científica. Y eso quizá lo acerque a los problemas que dominan nuestra crisis.

P. Usted es un filósofo que reflexiona sobre los clásicos. ¿Sirven para iluminar un drama que hasta hace nada no podíamos ni imaginar?

R. Aún tenemos que entender a los clásicos; nos esperan mañana. Representan todo lo que no es pasado, lo que no se ha consumado. Nunca están de moda, no se adaptan a ninguna época. Aquellos que quieran pertenecer a su tiempo siempre serán alcanzados y superados. Los clásicos nos enseñan a no pertenecer nunca a él.

P. Usted se ha referido a Europa como un proyecto que se autodestruye. Se refiere a la carencia de estudios clásicos como un factor clave en la destrucción del saber. ¿Cuáles son las consecuencias de esta negligencia?

R. He trabajado mucho en la idea de Europa desde principios de la década de 1990. Fue mi Principio esperanza después de la caída del Muro. También se han traducido al castellano mis libros Geofilosofía de Europa (1994) y El Archipiélago (1997). Hoy ya no podría escribirlos. La Europa del euro ha sido un fracaso cultural y político. O se reconoce fríamente o cualquier recuperación será imposible. Sigue siendo necesario un espacio político unitario de Europa (que solo puede concebirse de forma federalista), o ningún Estado podrá resistir la competencia global, pero parece que se ha convertido en algo imposible. Europa huye, como Italia ante los ojos de Eneas, pero es hacia allí hacia donde deberíamos ir…

P. Más allá de las religiones, la fe es un factor potente para afrontar los problemas de la vida, ha dicho. ¿La ausencia de fe consolida el miedo que causa el virus?

R. Los clásicos del pensamiento político siempre han reconocido el papel esencial de la fe religiosa en los grandes procesos de transformación social y política. Si hoy “Dios ha muerto”, la religión no ha sido destronada en absoluto. Es la religión —pero precisamente en el sentido lucreciano del vínculo opresivo— del dinero, del intercambio, del proceder indefinidamente sin ningún fin. La religión dominante es pura idolatría supersticiosa.

P. La pandemia ha vuelto a poner de manifiesto la inmigración como otro gran desafío europeo. Y ahí está Lesbos como metáfora del egoísmo humano.

R. La forma en que los Estados europeos han afrontado el gran problema de la inmigración es la señal más dramática de la miopía y el desamparo de Europa como sujeto político. Han reducido un problema de época a problemas de emergencia o incluso policiales. Como si Europa no tuviera una necesidad vital, dada su tendencia demográfica, de formidables flujos migratorios en su interior. Como si los movimientos bíblicos de pueblos entre distintas zonas del planeta fueran un fenómeno que se pudiera frenar con muros, con el bloqueo de algún puerto o con unos vergonzosos campos de concentración en Libia. Europa ha fracasado y sigue fracasando en su política mediterránea.

P. A lo largo de los años usted ha tenido estrecha relación con políticos, como Pasqual Maragall en Barcelona, o con instituciones como el Círculo de Bellas Artes, que le ha premiado. ¿Qué percepción tiene del papel que nuestro país tiene en la construcción europea?

R. No veo en qué, esencialmente, se distingue la política española de la de los demás Estados europeos. No he oído que se pronuncie de forma autónoma sobre ninguno de los temas principales que, diría yo, ni siquiera se han comprendido adecuadamente (como la inmigración). Creo, me gustaría añadir, que la forma en que se ha abordado la dramática cuestión catalana es una demostración de una forma mentis centralista rayana en lo autoritario, que contradice esa perspectiva de unidad europea como auténtico foedus entre naciones, que es (o era) la mía.

P. Se critica el liderazgo alemán de Europa. Pero, ¿hay una alternativa?

R. Lo he repetido varias veces. No hay federación de Estados europeos si falta el federador. Y el federador solo puede ser el país que ejerce el mayor poder, y no solo económico, es decir, Alemania. Si Alemania insiste en que no quiere ser el líder de un proceso bien fundado de unidad política europea, basado en la cooperación y la solidaridad, este proceso se detendrá definitivamente en su dimensión meramente mercantil.

P. En su último libro parece hablar de una política inerme entre la economía y la técnica. De esta pandemia, ¿la política saldrá más fuerte o más débil?

R. La lección weberiana en la actualidad —a la que he dedicado mi último ensayo—, enseña que el político contemporáneo debe reconocer el poder del aparato, del sistema técnico-científico-económico-productivo. Pero, al mismo tiempo, debe saber competir y testar en conflicto consigo mismo según su propia vocación, o su propio deber-ser. Y esto solo puede expresarse en la voluntad de liberarse de cualquier forma de coacción, dependencia, del trabajo como castigo, imposición. Propósito de alguna manera inmanente en la misma filosofía, que ha guiado a la ciencia europea desde sus orígenes. Para Weber, esta perspectiva parecía muy poco probable hace ya un siglo. Hoy quizá sea imposible: en los grandes imperios, la dimensión política es ya un todo con el sistema técnico-económico, dando lugar a una nueva forma de capitalismo político. Realmente se necesitaría otro El capital para analizarlo.

P. Usted es uno de los grandes filósofos contemporáneos que ha hecho política toda su vida. ¿Esa relación de intelectuales y políticos está ahora superada?

P. La élite actual se va perfilando, de hecho, como una simbiosis entre formidables aparatos burocráticos, dirigentes políticos y líderes de grandes empresas multinacionales. Entre estas dimensiones subsiste un intercambio continuo, también personal. Cada una reconoce la necesidad de la otra y está lista para apoyarla. En imperios que aún presentan una forma democrática, pueden surgir conflictos, pero, cada vez con más frecuencia, se superan sin dificultad. En imperios autoritarios, de momento, ni siquiera se conciben. Pero el mecanismo es el mismo. Los aparatos de comunicación, información y desinformación giran en torno a este núcleo fuerte. El espacio para una élite crítica, orientada a la de la política como vocación, independiente del sistema económico-financiero, se reduce cada día. Sin embargo, aún no es su destino desaparecer.

P. En la izquierda italiana usted ha sido un gran defensor del federalismo. ¿Esta pandemia hará regresar nuevas olas de centralización?

R. La idea federalista es que el poder político se fortalece precisamente al articularse y diferenciarse. Se basa en la responsabilidad de cada parte; en la capacidad de cada elemento del conjunto para responder, en la medida que le corresponde, a las necesidades del sistema. Mayor poder significa mayor responsabilidad. La idea federalista se basa en la creencia de que una organización no centralista, no jerárquico-piramidal funciona mejor, garantiza más eficiencia que la forma de Estado tradicional; no es un obstáculo, sino que favorece la velocidad de la toma de decisiones. La resistencia de los viejos aparatos burocráticos y políticos ha impedido hasta ahora que se llegue siquiera a experimentar esta idea. Y, sin embargo, la unidad política europea nunca podrá lograrse si no es basándose en ella.

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