Venusianas sexis y otras fantasías del mundo hermano
La ciencia ficción ha dado tradicionalmente una imagen muy equivocada del planeta como un lugar fecundo y exuberante, lleno de vegetación y agua. La realidad es más sobria
Si hay vida en Venus no se va a parecer a Zsa Zsa Gabor, desgraciadamente. En realidad, por lo que estamos intuyendo, será insignificante y maloliente, algo más semejante a lo que se te puede pegar en un zapato que a la voluptuosa actriz que encarnó a la cortesana venusiana Talleah en Reina del espacio exterior (1958). En la película aparecía Venus como un planeta regido por mujeres a la greña entre ellas y al que arribaba una expedición de terrícolas para vivir aventuras que la Liga Nacional de Decencia de Estados Unidos encontró moralmente objetables y llenas de “innecesaria sicalipsis”.
La ciencia ficción ha imaginado tradicionalmente el planeta más cercano al nuestro como una suerte de mundo hermano (un 82 % de la masa de la Tierra) pero más exuberante, tropical, fecundo, pleno de vegetación y agua y con ocupantes a menudo acordes con esas características. El género se ha equivocado mucho con Venus. Antes de que las sondas espaciales soviéticas Venera (1961-1984) y la Mariner II estadounidense (1962) revelaran la verdadera naturaleza del planeta, un mundo decididamente inhóspito, infernal (475 grados de temperatura), un horno en el que se fundiría el plomo, y ni te digo Zsa Zsa Gabor, que además quedaría plana (!) por la presión de la atmósfera, el hecho de que el planeta estuviera cubierto por nubes (se creía que de vapor de agua) y más cerca del Sol invitaba a imaginar un escenario canicular con mares y pantanos de aspecto cámbrico y criaturas dinosaurioformes. H. G. Welles menciona en el epílogo de La guerra de los mundos que se cree que los marcianos marcharon a por Venus tras fallar en la conquista de la Tierra: tampoco les habrá ido muy bien.
El elemento sensual y lujurioso ha estado asimismo presente en muchas fabulaciones (sobre todo en el pulp, la literatura barata), no en balde el planeta lleva el nombre de la diosa del amor carnal y el deseo, y se puede decir que en bastantes ocasiones Venus ha sido de las mujeres. Ahí está otro filme clásico, Viaje al planeta de las mujeres prehistóricas (1968), que adaptó de una novela soviética y dirigió para Roger Corman nada menos que Peter Bogdanovich (bajo nombre falso). De nuevo una expedición terrícola masculina arribaba, ¡en 1998!, a Venus y se topaba con una población femenina encabezada por la sugerente Mamie Van Doren (ex Miss Palm Springs). Aquí, es decir en Venus, las mujeres eran bellas sirenas rubias de pantalones de pata de elefante y sujetadores de conchas que adoraban a un pterodáctilo (¡temblad Sagan y DeGrasse Tyson!) y que se mosqueaban cuando los viajeros lo mataban. La película, que incluía un diálogo inolvidable (“¿has oído?, casi suena como una chica”, “sí, una chica o un monstruo”), mostraba varios elementos clásicos de la forma en que buena parte de la ciencia ficción ha visto Venus: un mundo misterioso, caliente y húmedo, cubierto en gran medida por océanos (panthalassa), con pantanos, plantas gigantes, una atmósfera pesada, turbia, verdosa, y con una fauna prehistórica. Lo peor que la Tierra ha enviado a Venus es a Abbott y Costello, que se equivocaron de dirección camino de Marte en 1953.
En Piratas de Venus (1934), primer título de la serie de Edgar Rice Burroughs sobre las aventuras de Carson Napier en el planeta —similares a las de su John Carter en Marte—, este es un tupido mundo arbóreo en el que medran extrañas bestias y distintas razas de seres humanos “como nosotros mismos”. Las peripecias de Napier no son muy diferentes a las de Flash Gordon, que también visitó a menudo Venus (Catástrofe en Venus, Destino: Venus, Océanos de Venus), o a las de Buck Rogers, otro asiduo.
Significativamente, un autor devoto de la ciencia como Isaac Asimov tiene asimismo en su producción literaria descripciones de Venus sujetas al cliché. En Lucky Starr y los océanos de Venus (1953), una de las aventuras de su héroe que persigue malhechores por el Sistema Solar, el planeta está cubierto por completo por el mar, bajo el turbulento manto nuboso de radiante blancura que lo oculta todo (y que paradójicamente, al reflejar la luz del Sol, es lo que hace brillar tanto a Venus en nuestro cielo). Los colonos terrícolas de Asimov (seis millones) viven en ciudades submarinas dedicados a la exportación de algas y amenizados por encuentros con la fauna acuática local incluidas ranas mentalistas y una criatura del tamaño de innumerables ballenas. Asimov se disculpó luego aduciendo que escribió la historia cuando aún se contemplaba la posibilidad de que el planeta contuviera grandes cantidades de agua. Desde las mediciones de la Mariner II sabemos que la superficie de Venus es árida y abrasadora.
Cometió otro error gordo Asimov:decir que no había montañas, cuando el planeta tiene los montes Maxwell, que se elevan 11 kilómetros, más altos que el Everest. Los Maxwell, por el físico James Clerk Maxwell, son, por cierto, el único lugar de Venus con nombre masculino. Todos los demás (meseta Lakshmi, planicie Ginebra, continentes Ishtar y Afrodita…) son nombres femeninos, con predilección por la forma en que se ha denominado al planeta en otras culturas. Será un infierno, pero no se puede negar que hay paridad.
C. S. Lewis en Perelandra (1943), el nombre que le dan a Venus en la novela, imaginó también océanos, como Olaf Stapledon, y altísimas olas, mientras que Robert A. Heinlein hizo del planeta una colonia esclavista en Lógica del imperio, uno de sus varios acercamientos a ese mundo. Arthur C. Clarke prefirió Marte (y más allá, Júpiter), un planeta que ha interesado mucho más a la ciencia ficción y que ha dado novelas y películas con especulaciones más consistentes y una mitología más poderosa. Todo y así, Clarke (que tiene un relato conmovedor, Antes del Edén, sobre cómo la incipiente vida en Venus sucumbe a causa de la basura dejada por astronautas humanos) también sucumbió a la voz de sirena de nuestro vecino y, al descubrirse que no había mares, lamentó no poder ir allí a practicar su deporte favorito, el buceo. En 3001: odisea final (1997), hizo que la humanidad lanzara trozos de cometa sobre Venus para enfriarlo y convertirlo en habitable.
Una de las plasmaciones más inolvidables de Venus en la ciencia ficción es sin duda, aunque siempre le vincularemos más a Marte, la de Ray Bradbury en su ominoso relato La lluvia (1950), incluido en El hombre ilustrado. En la historia, un grupo de astronautas trata de llegar a un refugio seco y caliente en el planeta mientras los enloquece la lluvia que cae de manera continuada. En el Venus de Bradbury hay un solo continente pequeño rodeado del mar Único. En esa porción de tierra selvática la lluvia lo ha desteñido todo hasta dejarlo de un blanco espectral. Los venusianos —que no aparecen— acechan a los terrícolas para arrastrarlos al mar y darles muerte lentamente. El relato era uno de los que se escogió del libro para la versión cinematográfica de 1969 de El hombre ilustrado y tuvo una adaptación para televisión en 1992 en la que se quitaron las desfasadas referencias a Venus. En realidad, si en Venus llueve ácido sulfúrico (la lluvia ácida denominada virga), Bradbury no iba tan desencaminado con su lluvia enajenadora y lacerante, esa lluvia “que ahogaba todas las lluvias y hasta el recuerdo de otras lluvias”. Hay otro cuento de Bradbury ambientado en un Venus lluvioso, el melancólico Todo el verano en un día, sobre una niña que se pierde el único momento de cada siete años en que sale el sol en el planeta.
En Los astronautas (1951), de otro maestro, Stanislaw Lem, se encuentran en 2003 indicios de que la explosión de Tunguska (1908) fue provocada no por un meteorito sino por la caída de una nave procedente de Venus que venía con malas intenciones; una expedición viaja entonces al planeta y encuentra que la agresiva civilización que había ahí se ha autodestruido en una guerra nuclear. La novela tuvo versión cinematográfica, First spaceship on Venus (1962). Venus aparece en la espléndida y tan divertida Mercaderes del espacio (1953), de Frederik Pohl y Cyril K. Kornbluth. El protagonista, un publicista, tiene que conseguir hacer atractiva la emigración al planeta, la vida en el cual en realidad es un espanto. En la secuela La guerra de los mercaderes, en 1984, Pohl volvió a su Venus en el que, pese a la terraformación (el proceso para hacerlo habitable), el calor fuera de los refugios todavía puede fundir el empaste de las muelas y el aire sigue siendo venenoso. No es raro que entre los colonos reine un rencor hacia los que les indujeron a ir allí. Clifford Simak tiene un relato, Muerte por hambre, en el que un médico investiga a una comunidad en una colonia de Venus que son las únicas personas inmunes a un virus.
En general, el interés de la ciencia ficción por Venus decayó bastante al saberse que era como era, capaz de fundir las sondas y a las princesas, y descubrirse la extrema dificultad de colonizarlo o simplemente visitarlo un día. No obstante, Larry Niven se acercó a ese nuevo Venus en Encalmado en el infierno (1965) y Ben Bova en Venus (2000), mientras que Frank Herbert, el autor de Dune, puso a la Legión Extranjera a luchar en su infernal superficie revestidos con trajes super resistentes (Hombre de dos mundos, 1986). En un giro muy sugerente, Garnett Elliott, bautizado el nuevo maestro del pulp, ha convertido Venus en escenario de enfrentamiento de la Guerra Fría (Red Venus, 2015).
Otros autores como Pamela Sargent (en la serie iniciada con Sueños de Venus, 1986) y el propio Kim Stanley Robinson, que ya adaptó Marte, han imaginado su terraformación en base a ideas científicas. También hay los que siguen describiendo nostálgicamente un Venus fantástico, de salvaje belleza, en el que el olor fétido de la fosfina no disuelve el aroma a rosas blancas y cítricos de Zig Zag, el viejo perfume vintage de Zsa Zsa Gabor.
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