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Universos paralelos
Columna
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El himno a la alegría de un hombre triste

La biografía de Waldo de los Ríos ilumina los primeros años dorados del pop español

Diego A. Manrique
Waldo de los Ríos (derecha) sostiene junto a Miguel Ríos el disco de oro logrado por las ventas internacionales del 'Himno a la alegría', en una imagen tomada en Viena.
Waldo de los Ríos (derecha) sostiene junto a Miguel Ríos el disco de oro logrado por las ventas internacionales del 'Himno a la alegría', en una imagen tomada en Viena.Kristian Bissuti

Una precaución si se plantean leer la biografía de un músico o cantante: comprueben si incluye una discografía, sea exhaustiva o selectiva. Si ese listado está ausente, piénsenselo dos veces. Ídem si se trata de otra de esas autobiografías tan publicitadas: puede que el artista en cuestión esté tan distanciado de lo que le hizo famoso que ni siquiera se ha preocupado por refrescar su conocimiento sobre el orden, la fecha, el contenido de sus discos. Ocurre con más frecuencia de lo que imaginamos.

Debo avisar que Desafiando al olvido (Roca Editorial), de Miguel Fernández, no cuenta con ese apéndice, indispensable al tratarse de Waldo de los Ríos (Buenos Aires, 1934- Madrid, 1977), que editaba mucha música bajo su nombre y, en cantidades industriales, como arreglador al servicio de artistas españoles y argentinos. En compensación, Desafiando al olvido ofrece un 2 x 1: la historia profesional de un creador incansable mezclada con un melodrama tortuoso, que podría haber sido filmado por Eloy de la Iglesia.

Nunca fue un hombre práctico: se enamoró de un proletario muy reticente, indiferente a su fama y su dinero, que ya tenía novio. El desenlace fue tan brutal como absurdo

Aunque Waldo despegó en su Argentina natal, el libro presta más atención a su carrera en España, proporcionando una reveladora ventana sobre el funcionamiento de Hispavox. Disquera con vocación pop, ejemplarizada por las magníficas portadas de Daniel Gil, pero que asumía compromisos culturales: produjo la Magna antología del cante flamenco o la colección de música antigua española (que resultaría una inversión prodigiosa, al incluir los cantos gregorianos de los monjes de Silos, todo un fenómeno a finales del siglo pasado).

Con su grupo, Los Waldos, nuestro personaje facturó discos mayormente deplorables, pero cierta aspiración hacia la respetabilidad le llevó a modernizar venerables partituras, guiños middlebrow que generarían un pelotazo mundial (Himno a la alegría, de Miguel Ríos) y un impacto europeo (Mozart sinfonía nº 40, con su propio nombre). Waldo no fue el primer ansioso divulgador de los clásicos pero su éxito inseminó mil monstruos.

Junto al productor Rafael Trabucchelli fue el artífice del Sonido Torrelaguna. Que no, nada tenía que ver con el muro de sonido de Phil Spector: consistía en endulzar el latido pop de las canciones de Jeanette, Raphael, María Ostiz, Mari Trini –y hasta algunos grupos- con brochazos orquestales. Como recuerda Miguel Ríos, más que un “sonido” estéticamente rompedor era una fórmula para colarse en las radios. Se aprecia mejor la marca de Waldo en sus sintonías televisivas y sus bandas sonoras, como las dos películas de Chicho Ibáñez Serrador.

Desafiando al olvido alterna sus páginas musicales con su trayectoria emocional, narrada con técnica novelística. Prisionero de una madre vampírica, la cantante folclórica Martha de los Ríos, Waldo intentó liberarse casándose con una inquieta actriz uruguaya, Isabel Pisano. Una pareja tan improbable como, a la larga, imposible. En los setenta, ella revoloteaba feliz por el círculo romano de Fellini mientras Waldo se movía discreto por la zona gay del Bocaccio madrileño. Nunca fue un hombre práctico: se enamoró de un proletario muy reticente, indiferente a su fama y su dinero, que ya tenía novio. El desenlace fue tan brutal como absurdo.

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