Ferlosio, del Universo a Coria
Amigos y expertos recuerdan al escritor en su pueblo
El jueves pasado se dieron cita en el bar Universo, en el barrio madrileño de Prosperidad, Demetria Chamorro, viuda de Rafael Sánchez Ferlosio, y tres de sus amigos: los filósofos Tomás Pollán y José Luis Pardo y el escritor Javier Fernández de Castro. Se disponían a rehacer el viaje a Coria que el autor de Alfanhuí hizo cientos de veces desde que era niño hasta su muerte el pasado 1 de abril, a los 91 años. Aunque había nacido en Roma y vivía a unos pasos del Universo, Ferlosio siempre tuvo devoción por el pueblo cacereño de 12.000 habitantes en el que su padre, Rafael Sánchez Mazas, había heredado de una tía rica varias dehesas y el antiguo palacio del duque de Alba, una enorme construcción del siglo XV con vistas a la vega del río Alagón.
Si en el Universo los cuatro viajeros recordaron el día en que cada uno de ellos conoció al escritor —su mujer le soltó que El Jarama le parecía un “peñazo” para progres, cosa que los puso de acuerdo para siempre—, durante las tres horas de viaje a Extremadura fueron señalando los hitos en los que siempre se fijaba un autor que se fijaba en todo: la casa en la colina que imaginaba como escenario para una película de Bette Davis, la muralla de Galisteo o il piccolo Mortirolo, es decir, la subida hasta la plaza de la catedral coriana.
En esa plaza se levanta, ruinoso, el viejo palacio familiar, vendido la primavera pasada. También se asoma a ella la casa en la que Rafael y Demetria se instalaron en los últimos años. En esa fachada se descubrió el propio jueves una placa en memoria del premio Cervantes de 2004, que siempre se negó a que cambiaran el nombre actual de la calle —Albaicín— por el suyo. Cuando el Ayuntamiento volvió a intentarlo en mayo, fue su viuda la que insistió en que nada hubiera desagradado más a su marido, que, en cuanto abría la puerta a un recién llegado, se apresuraba a aclararle —“con ojillos de disculpa”— que las iniciales RS que lucen en la aldaba eran las de su bisabuelo. “Siempre dedicaba sus libros como Rafael Sánchez”, recordó su amigo Gonzalo Hidalgo Bayal: “Anteponía la persona al Ferlosio de la inmortalidad”.
La expedición madrileña se unió en Coria a Pedro Gutiérrez y Jesús Domínguez —miembros de la Asociación de Amigos del Castillo, promotora del homenaje— y a otro puñado de ferlosianos, entre los que estaban J. Benito Fernández —al que todos se refieren como “el biógrafo” desde que publicó El incógnito (Árdora)—, el periodista Alfonso Armada o el propio Hidalgo Bayal. La mesa redonda de “amigos y estudiosos” era el acto central de un programa de tres días en el que también figuran una exposición de fotografías, objetos y manuscritos y un homenaje de los estudiantes de los dos institutos de la localidad, acostumbrados a ver por la calle cada verano a un escritor que siempre se entendió mejor con los niños que con las autoridades.
En el coloquio se analizó al ensayista que renegó de la ficción pero también al narrador oral que en una sobremesa y, con la ayuda de botellas, cuchillos y mendrugos de pan, podía escenificar con todo detalle la batalla de Salamina. “Rafael había leído mucho más de lo que decía”, subrayó Tomás Pollán. “Filosofía, psicología, lingüística, no digamos historia... ¡Hablaba del siglo VIII por décadas!”. Profesor jubilado de filosofía y antropología en la Universidad Autónoma de Madrid e inseparable de Ferlosio durante cuatro décadas, Pollán hizo un emocionante retrato de su amigo, que —esto no lo dijo él— le consultaba cada línea que escribía. Juntos practicaban además uno de sus ejercicios favoritos: la lectura en voz alta. “En la cocina de esa casa”, dijo señalando al número 10 de la calle Albaicín, “leí con él y con Demetria muchos de sus textos y varios libros. El primer tomo de la Sociología de la religión de Max Weber lo leímos entero”.
Antes tímido que huraño y muy exigente —“especialmente consigo mismo”—, Tomás Pollán definió a Ferlosio como “un observador atento y extrañado”. Lo primero le permitía describir cada cosa con exactitud y desarrollar cada idea hasta sus últimas consecuencias. Lo segundo, denunciar los lugares comunes en que cuaja el pensamiento acomodaticio: “A la pregunta de un periodista podía responder que necesitaba una semana para dar con la respuesta. Nunca hablaba de oídas sino de pensadas. Era lo contrario de ese personaje del que dice Juan de Mairena que había aprendido tantas cosas que no había tenido tiempo de pensar en ellas”. Su libro God & Gun nació como respuesta a un artículo de Fernando Savater publicado en 1998. El artículo tenía tres folios. Las 300 páginas de Ferlosio se publicaron 10 años después.
Un legado de 200.000 páginas manuscritas
Para demostrar el nivel de obsesión y exigencia de Rafael Sánchez Ferlosio, Tomás Pollán leyó en Coria parte de un inédito que le regaló su amigo: 95 páginas de pulcra caligrafía que en "La forja de un plumífero" —su famoso texto autobiográfico de 1998— quedaron reducidas a 12 líneas. ¿Y de qué trata? De la demolición en toda regla de un pasaje de su primer libro, Industrias y andanzas de Alfanhuí, en el que su propio autor denuncia el "sistema rítmico de balancín" que —insertando adjetivos "como un ornato sin cosa que adornar"— le llevó a incurrir en aquello que más odió siempre: "la bella página".
Pensar que se trataba de su novela favorita y que la había publicado 47 años antes da una idea del carácter perfeccionista de un escritor que nunca quiso que se hablara en vano y que a su muerte dejó cientos de cuadernos. Alrededor de 200.000 páginas manuscritas según la estimación de quien mejor conocía su trabajo: el propio Pollán.
Ferlosio llegó a ver culminada la reunión de sus ensayos en cuatro tomos en edición de Ignacio Echevarría para Debate pero no alcanzó a ver en las librerías el último título del que se ocupó, De algunos animales, una antología de su obra a modo de bestiario aparecido en junio, dos meses después de que falleciera dejando a sus estudiosos trabajo para varias vidas.
Babelia
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