Calippo y traición
Ese ser disparatado era de una ternura quebradiza como sólo pueden tenerla los grandes mentirosos inofensivo
No quiero hacer mucha publicidad de lo que ocurrió el sábado 31 de agosto ni tampoco añadir nada de lo que salió en los periódicos. Tampoco me gusta, la verdad, estar en medio de noticias que no tienen relación con mi trabajo, ni las noticias buenas ni las noticias malas; en realidad, donde mejor se está en los periódicos es firmando.
Tampoco sé, aunque esto no tenga nada que ver, qué pasó por la cabeza de Elisardo Bastiaga cuando se le ocurrió después de un mes abrir mi cuenta de Instagram, cuenta por lo demás compartida, y ver que tenía 9.844 followers.
No hace falta ser muy listo para reparar en que estaba sospechosamente cerca de los 10.000, la cifra que me propuse cuando empecé a escribir esta serie; en cierto modo habíamos fracasado los dos, si bien mi fracaso era público y tenía un punto miserable: yo usé a aquel tipo distraído y fronterizo para propósitos personales exagerando y en ocasiones ridiculizando el suyo, que era llegar a 100. En la vida, detrás de un Bastiaga siempre hay alguien riéndose mucho sin pensar que no le separa nada de él, solo dos ceros.
Nos fuimos al Retiro para cumplir mi sueño desde que llegué a esta ciudad: subirme a una de esas barquitas y dar remos. Él caminaba entre enfadado y espantado chupando divinamente un calippo de fresa, saboreando ese momento en el que el calippo se separa un poco del envase y empieza a subir y a bajar, a descongelarse despacio como algún día nos terminaremos de descongelar todos. Subimos a esa barca y dimos remos, sintiéndome yo un poco Fredo Corleone porque en verdad Bastiaga estaba angustiado, esa angustia que nos atenaza los pulmones y no nos deja respirar porque ha llegado la traición de un amigo cercano.
— O sea, que básicamente querías llegar a 10.000 con las fotos que yo hacía para llegar a 100.
Hacía calor pero no excesivo. Le pregunté entonces si algo era verdad: algo siquiera. “Ni el pelo”, contestó. “No me puse pelo en la vida. Y el muerto no era mi tío sino un señor que conocía mi padre”.
— ¿Tu padre el de la misión Apolo?
— Tampoco fue astronauta. De chico trabajó en la frutería Domínguez.
Ese ser disparatado era de una ternura quebradiza como solo pueden tenerla los grandes mentirosos inofensivos. Tuve muchísimas ganas de abrazarle, pero me contuve. Estaba tan feliz y tan en paz que en mi cabeza empezó a sonar una cancioncilla que siempre se activa en esos instantes de amor: “El cangurito gentil”. Hay un placer muy sofisticado en descubrir mentiras que ya sabes y dar a conocer traiciones que no te dejan dormir.
Así estábamos, cerrando la serie, cuando en una de las barcas vimos a Carmen Calvo, que saludó a Bastiaga feliz y a gritos (“Mañana comemos con Iván”) dejándome alucinado, y Bastiaga la quiso saludar con tanto énfasis que olvidó que llevaba un remo en la mano y mandó a Calvo al lago de un palazo, saltando todos los guardaespaldas al agua: unos para rescatarla y otros para detenernos.
Babelia
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