Altercado feliz
Mis padres dijeron que a Bastiaga no lo conocían de nada y él dijo que era el mejor amigo mío, y protagonista de mi serie de verano en EL PAÍS
A última hora de la noche del martes me llamó mi madre por teléfono. Hasta ahí todo normal porque mi madre me llama todas las noches y luego, si cuadra, aún la llamo yo. Pero el martes me contó que había bajado con mi padre a caminar por el paseo de la playa, una tradición de los matrimonios que tiene el mismo efecto que para Rick tomar las aguas en Casablanca. “Me paró”, dijo, “un señor que aseguró que era amigo tuyo, político de alto nivel”. En Sanxenxo tengo bastantes amigos, pero lo que no tengo en Sanxenxo ni en ninguna parte es amigos “políticos de alto nivel”, y si alguna vez los he tenido fueron rápidamente detenidos o degradados.
Por su confusa descripción resultó ser Elisardo Bastiaga, si bien yo acababa de salir del cine de ver la película de Tarantino y dudé de si se trataba, por el tono con el que mi madre lo describió, de un miembro de la Familia Manson.
Paró a saludar a mis padres, les contó que me llevó el día anterior al aeropuerto (crucé los dedos para que no les dijese que estuvo saliendo con Rosalía) y, mientras soltaba una chapa descomunal, la madre de todas las chapas, se acercaron los hijos de unos amigos de mis padres con un carrito de bebé recién comprado, el carro y el niño, pues resultó que lo tuvieron por gestación subrogada (“alquilasteis una cona”, dijo Bastiaga; fueron todos para el suelo).
Mi amigo, contó mi madre sofocada, empezó a estar incómodo porque no podía referirse al bebé en masculino o femenino, ya que no sabía el sexo, así que andaba con “la criatura” a vueltas hasta que en lugar de preguntar, el pobre imbécil, aprovechó un momento que los padres no miraban para subirle la ropita y abrir un poco el pañal, que cuando lo vio la mamá le preguntó “qué haces, puto degenerado”, y aún Bastiaga tuvo la sangre fría de decírselo a bocajarro. Tal situación violenta no mejoró cuando mis padres dijeron que a Bastiaga no lo conocían de nada y él dijo que era el mejor amigo mío, y protagonista de mi serie de verano en EL PAÍS; los padres del bebé murmuraron “madre mía, EL PAÍS”.
Total, que mi amigo también se puso a rajar del periódico, diciendo que estas crónicas estaban exageradísimas (¡él!), y entre ellos empezó a crearse ese ambiente de camaradería que siempre surge cuando hay algo que odiar juntos; esa felicidad inabarcable que aflora en la destrucción, como gorrinos en charca. Así que, mientras mis padres desaparecían de plano, Elisardo Bastiaga empezó a estirar un palo enorme, el mayor palo de selfi conocido, un palo perfecto hecho para la ocasión por el Hattori Hanzo de los palos de selfi, clavó su móvil en la punta y se hicieron una foto tan ostentosa que la Policía Local mandó parar el tráfico y puso vallas para que se agolpasen los vecinos. “Un espectáculo tal que parecía que el niño lo había parido él”, resumió mi madre. “No le des ideas”, pedí.
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