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El hombre que fue jueves
Columna
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Los cinco Machado

Bernardo Sánchez ha escrito una función, 'La pluma y la ceniza', sobre el quinteto de hermanos

Marcos Ordóñez
Antonio (a la izquierda) y Manuel Machado, fotografiados por Alfonso.
Antonio (a la izquierda) y Manuel Machado, fotografiados por Alfonso.

Pensaba que los Machado eran dos pero “pocos recuerdan que eran cinco”, me dice Bernardo Sánchez, “e interesantísimos cada uno, y justo la semana antes del inicio de la guerra se separaron para siempre sin saberlo”. Si cuento aquí todo el historial de Sánchez no acabo. Solo la “rama Azcona” da mucho: hizo las versiones teatrales de El verdugo y El pisito, y las cinematográficas de las novelas Los muertos no se tocan, nene, con David Trueba, para García Sánchez, y Los europeos, con Marta Libertad, que ha dirigido Víctor García León y se estrenará el próximo otoño.

Acabo de leer, con gran disfrute, su nueva función, La pluma y la ceniza.

La acción se desarrolla a lo largo de tres domingos consecutivos, entre el 28 de junio y el 12 de julio de 1936. Calor e inquietud crecientes. Un tono que alterna humor y melancolía, entre Chéjov y los Quintero. Escenario único: el “cuarto, despacho y dormitorio” que ocupaba Antonio Machado en Madrid, en el domicilio familiar de la calle General Arrando, 4, donde “cada domingo, tras la comida”, me cuenta, “se reunían los hermanos para hablar de sus cosas”. Los hermanos “desconocidos” (para mí) son José (alias Josefarón), pintor e ilustrador, la mano derecha de Antonio, que pasa a limpio sus textos (están corrigiendo Juan de Mairena); Joaquín (alias Quinaco), funcionario del Ministerio de Trabajo; y Francisco (alias Brabancio), director de la Prisión de Mujeres, “agudo, ingenioso, escritor también”.

Bernardo Sánchez los dibuja muy bien, pero quienes se llevan la palma son los mayores: Antonio y Manuel. “Antonio (alias Antoniarón) tiene 61 años, es fumador compulsivo, bebedor continuo de café, cinematófobo, adorador de Mozart, pendiente de la educación de sus sobrinas, de la salud de su madre, y ensombrecido por el curso personal de su vida y el rumbo de España”. En el tercer acto llega el mayor, el esperado: Manuel, el único sin alias. “Canotier blanco con cinta negra, traje de alpaca. Preciosa pitillera plateada. Mechero de categoría”. Y este preciso detalle en las acotaciones: “Recuérdese que conserva el acento andaluz”.

Así comienza a contar la corrida de la tarde: “Los seis toros: uno noblote, otro bien en varas, el otro con más nervio que un filete en una casa de huéspedes, el quinto un saltimbanqui, y el último tardón, aunque al final ha entrado. El tercero, como si no. Era un chivo. Lo han devuelto al corral y en su lugar han soltado un buey”. Se van los hermanos pequeños a sus asuntos y comienza un precioso mano a mano entre Manuel y Antonio. Se habla del paso del tiempo, de su teatro pendiente (“hace tiempo”, cuenta Sánchez, “que los dos no estrenan nada: parece que les cierran las puertas por los acontecimientos políticos”). Se habla de las tardes de domingo, de sus aventuras infantiles, de la frustrada relación de Antonio con Pilar de Valderrama. De los malos presentimientos de la guerra (sin mentarla). Y de García Lorca. Me ha gustado mucho La pluma y la ceniza. Y me gustaría verla en escena.

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