El Parque Nacional La Paya, otra víctima del poder de los Comandos de la Frontera en Putumayo
Con una negociación paralizada con el Gobierno Petro, el grupo ilegal incentiva los cultivos de coca en una zona formalmente protegida de la Amazonía colombiana
Puerto Leguízamo, el pueblo colombiano en la triple frontera con Ecuador y Perú, vive en el control permanente de los Comandos de la Frontera. El grupo armado que ha construido allí, del lado peruano, pero justo frente a una base naval colombiana, una suerte de capital informal. Pero sus tentáculos no se limitan a ese enclave urbano en medio de la selva amazónica, pues en la zona rural del municipio la situación es aún más grave.
Comandos controla el río Putumayo, que sirve de frontera y de entrada a Leguízamo. Apenas 20 kilómetros al norte pasa el río Caquetá. Allí, donde hay otra base militar en el poblado de La Tagua, el poder está en disputa entre varios grupos, nombres que recuerdan la eclosión y la complejidad del conflicto colombiano: el Frente Carolina Ramírez, de Iván Mordisco, lucha desde septiembre con el Frente Raúl Reyes, de alias Calarcá. Recientemente, ha llegado Comandos a evitar su entrada. La confusión “hace particularmente compleja la situación humanitaria de la población civil, que se debate entre las presiones de las tres estructuras y los daños de las confrontaciones bélicas que se susciten entre estos grupos, así como las que se presenten entre ellos y las Fuerzas Militares”, señala la más reciente alerta temprana de la Defensoría del Pueblo. Ese conflicto le ha costado todo a la gente: homicidios, amenazas, desplazamientos, confinamientos, paros armados, drones con explosivos.
Comandos también ha penetrado con fuerza en el Parque Nacional Natural La Paya, 440.125 hectáreas de selva. Allí, el grupo promueve el cultivo de la coca, dirige colonizaciones e incentiva el narcotráfico. En la vía entre Puerto Leguízamo y La Tagua, a la entrada del parque, hay un letrero de Parques Nacionales Naturales. Sus letras son casi imposibles de leer de lo borrosas que están. Tan borrosas como la autoridad de la institución encargada de proteger la naturaleza en Colombia. El más reciente informe de Parques Como Vamos dice que La Paya es el cuarto parque más deforestado del país, con 8.759 hectáreas taladas en los últimos diez años, el equivalente a la mitad del área urbana de una ciudad como Cali. Las áreas taladas coinciden con trochas clandestinas que sirven de rutas para la droga, y que ya suman 19.5 kilómetros. Aunque también, hacia el lado del río Caquetá de La Paya, ha entrado el Frente Raúl Reyes de “Calarcá”, en un corredor que se extiende por el norte de Puerto Leguízamo, pasa por el río Caquetá y entra al parque y a los corregimientos de Mecaya, La Tagua y el área del Resguardo Alto Predio Putumayo.
Ahí, en medio de la selva, raspachines y cocineros se encuentran en un trabajo que, tras una caída del precio de la hoja de coca en 2022, vive un repunte. “Ahora nos piden más pureza” cuenta un cocinero que trabaja en La Paya. Le pagan 120.0000 pesos diarios (unos 30 dólares) por cocinar la hoja, que ya procesada y convertida en pasta base, se vende a 3 millones de pesos (unos 750 dólares) el kilo. El único comprador es Comandos, que tiene aseguradas las rutas y los aliados en Perú y Ecuador (los Choneros y Tiguerones) para sacarla, en una ruta que también funciona para lavar plata con contrabando. Venderle a alguien más es sinónimo de muerte.
Comandos también ha intentado incentivar el cultivo de la hoja de coca entre las comunidades indígenas del Bajo Putumayo. En resguardos más alejados del casco urbano de Leguízamo, lejos también de los escasos controles estatales, llegaron armados y prometiendo semillas e insumos. “Si no tiene con qué cultivar, tranquilo, le damos todo. Mucha gente ha quedado endeudada”, cuenta un líder indígena.
Aunque en la comunidad indígena que visitó EL PAÍS hay cultivos para uso tradicional, señalan la presión de Comandos para que le sumen la coca. “Aquí no queremos problemas y sabemos que eso es lo único que trae esa propuesta de ellos” dice un líder. Pero esa resistencia no lo puede todo: tres jóvenes de esa comunidad se fueron para la disidencia. “Ellos hablan del negocio, de patrones, de trabajadores, del precio, de los cultivos, de nada más”. Incluso presionan a varias comunidades indígenas con un impuesto futuro: si reciben dinero de bonos de carbono (por proteger la selva), el 10% será de ellos porque “son los que ofrecen la seguridad”, cuenta otra fuente que le hace seguimiento a este tema.
“Ya los hemos tenido aquí” cuenta otro líder indígena sentado en la maloca de su comunidad, en la zona. “Nos han citado a reuniones, pero no nos han apretado todavía” agrega. Se refiere a encuentros en noviembre pasado en Puerto Lupita, la vereda peruana frente a los muelles de Puerto Leguízamo, en las narices de la Fuerza Pública colombiana. Pero el daño ambiental está a kilómetros de allí, donde la selva con sus múltiples verdes va abriendo paso a un único tono, el de la hoja de coca.
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