Los Comandos de la Frontera controlan el narcotráfico desde Perú, a metros de la Armada colombiana: “Los tengo acá al frente, pasando el río”
El grupo armado regula la vida en Puerto Leguízamo, sobre el río Putumayo y en la triple frontera con Ecuador y Perú
El vicealmirante Javier Alfonso Jaimes, comandante de la Fuerza Naval de la Amazonía de Colombia, ve la selva peruana desde la ventana de su oficina. A cinco minutos en lancha de la base naval, al otro lado de las aguas cafés del río Putumayo, viven hombres del grupo armado conocido como Comandos de la Frontera. “Yo los tengo acá al frente pasando el río. En una zona que se llama La Lupita. Yo lo sé. Los peruanos lo saben. Aquí están”, dice Jaimes, sentado en una poltrona de cuero negra. “A veces veo humito y me pregunto si estarán haciendo un asado”. Quién sabe si lo hacen, pero la tranquilidad con la que los Comandos se mueven por esa zona de la Amazonía peruana da para pensar que sí.
Es viernes 7 de febrero. Amanece lloviendo en Puerto Leguízamo, el municipio más extenso del departamento colombiano del Putumayo, en la triple frontera con Ecuador y Perú. Jaimes, acompañado de su jefe de operaciones y una capitán, muestran lo que llaman “el otro Leguízamo”: una ciudadela blanca, con 155 casas para oficiales y suboficiales, en la que viven 1.191 militares y 131 civiles. Hay minimercado, cancha de tenis, planta eléctrica, iglesia y, desde junio pasado, un “centro de fusión” de inteligencia. Se trata de una oficina que comparten un oficial de la marina colombiana, otro peruano, otro ecuatoriano y otro brasilero para “ayudarnos a entender los cuatro países y pensar acciones simultáneas”, explica el comandante. “Le presento al alcalde”, dice en son de chiste cuando EL PAÍS se topa con el encargado de que la base funcione como un reloj.
Afuera de estas rejas, en las calles, las cosas también funcionan como un reloj. Pero no por los hombres de esta ciudadela blanca, por la alcaldía, por los soldados de la Brigada 27 del Ejército o por los 19 policías que hacen rondas en moto. Es por Comandos, un grupo con más de 600 hombres en armas, dinero de sobra y alianzas con narcos peruanos, el Comando Vermelho de Brasil y bandas ecuatorianas. Paga cumplidamente salarios de 2 a 3 millones de pesos (unos 500 a 750 dólares) mensuales a sus combatientes rasos e incluso les da vacaciones. Además, paga insumos a campesinos para que siembren coca. A punta de fusil, impone una autoridad de la que nadie duda.
Una autoridad que seguramente se hará sentir con más fuerza luego de la captura de su comandante, alias Araña, en una sesión de la mesa de negociaciones que tienen con el Gobierno de Gustavo Petro. Estados Unidos lo ha pedido en extradición por tráfico de estupefacientes, y la Fiscalía colombiana ha ejecutado la circular roja de Interpol hace una semana. Pese a ello, el Gobierno espera avanzar este año con un piloto de sustitución de hoja de coca en zonas bajo influencia de Comandos. Por ahora, están definiendo las áreas concretas, pero la idea es arrancar primero en Nariño y luego con 1.000 hectáreas en Putumayo. Sin embargo, el jefe negociador del lado del Gobierno, Armando Novoa, dice a EL PAÍS que, sobre dejar las armas, “con los de Putumayo el tema es como si no existiera. Todavía no hemos llegado a esa discusión para saber si hay una voluntad de paz real o si perdemos el tiempo”.
Ante esa realidad, y con el impacto de la captura, en el territorio hay incertidumbre. “Pueden ejercer acciones para presionar al Gobierno, acciones que repercuten en las comunidades” escribe por WhatsApp una fuente de Leguízamo que prefiere no ser citada por seguridad.
Nada de eso se nota en el pueblo, o no a primera vista. “Aquí, en teoría, no pasa nada”, dice el vicealmirante Jaimes. En teoría.
La práctica
“Usted aquí vive tranquilo”, dice un mototaxista mientras el viento choca con su cara. “Claro, si no la embarra. A la tercera vez...”, dice. Inmediatamente calla, y hace con su mano una señal de pistola. Va solo. Antes podía llevar a su esposa o a algún familiar. Ya no. “Los motocarros a partir del momento no pueden llevar pasajeros adelante, ni esposa, ni hijos, ni mosa”, dice un comunicado que sacó Comandos en octubre pasado, después de citar a todos los mototaxistas del pueblo de unos 7.000 habitantes. El lugar: Puerto Lupita, una vereda del departamento de Loreto, Perú, a cinco minutos en lancha y allí donde Jaimes a veces ve humo.
El día de la reunión, los mototaxistas cruzaron el río desde un muelle ubicado a una cuadra de la estación de policía. Unos iban en lanchas enviadas por Comandos. Ya en Perú, les prohibieron tomar alcohol en bares, discotecas o billares. Dejaron por escrito que, de incumplir, enfrentan “15 días de castigo más la multa de un millón de pesos, si continúa incumpliendo, será suspendido y no podrá realizar más ese trabajo”. Hace tres semanas, un mototaxista apareció muerto en un muelle.
Estos días, previos a las elecciones a la Gobernación del 23 de febrero, los mototaxis van sin copiloto, cumpliendo la “ley” a rajatabla. Casi todos llevan publicidad de algún candidato: Jhony Fernando Portilla (Partido Liberal y Fuerza de La Paz) dice que Putumayo es “nuestro compromiso”; Miguel Ángel Rubio (Pacto Histórico) llama a que “caminemos juntos”; Jhon Fredy Peña (La U y ASI) invita a “seguir adelante”; John Molina (Mais, Conservador y Aico) promete “un futuro mejor”. Las paredes de casas, tiendas y bares están llenas de sus letreros, pegados encima de otros que, descascarados por el sol y la lluvia, lucen las promesas de cambio de candidatos de todos los colores de las últimas décadas.
Promesas incumplidas o no, un cambio neto es la creciente fuerza de la gobernanza armada. La Defensoría del Pueblo tiene información sobre “presuntos constreñimientos de Comandos de la Frontera respecto a los municipios de Puerto Asís, Valle del Guamuez, entre otros”. Dicen que esa presión se está “extendiendo a concejales y diputados electos en el 2023, llegando incluso a las sedes de los movimientos y partidos políticos”. También hay denuncias de que Comandos impide poner vallas de algunos candidatos y restringe la movilidad de sus campañas.
Los lancheros también saben que no pueden navegar por el río después de las seis de la tarde. Si lo hacen, hay un castigo seguro. La regla no perdona a nadie. Ni siquiera a un enfermo que necesite ir hasta Puerto Asís, una pequeña ciudad siete horas río arriba. Desde hace tiempo es costumbre que los pacientes que remontan el Putumayo salgan por tarde a la 1 pm. Las comunidades indígenas tampoco han podido volver a reunirse en las noches, cuando solían mambear juntos en un trabajo espiritual. Ellos y las juntas de acción comunal campesinas, han recibido la orden de hacer carnets que identifiquen a sus miembros, junto a la vereda o resguardo al que pertenecen. Es común que los Comandos hagan retenes sobre el río, en los que les piden ese documento y les revisan los celulares.
Abundan las anécdotas sobre ese control. Cuentan que en septiembre de 2024 impusieron un paro armado en el Bajo Putumayo, con el que paralizaron el comercio, y los comerciantes reclamaron a la Fuerza Pública que en Puerto Leguízamo, lleno de militares, pasara algo así. Dicen que el año pasado pillaron a un muchacho robando, y lo obligaron a caminar por el pueblo con un letrero en la espalda: “así me tienen por andar robando pollos”. “Si usted ve a dos o tres muchachos limpiando el camino hacia al aeropuerto, por lo general son “castigados”, explican. Recuerdan que a inicios de 2024 varios trabajadores de supermercados se quejaron con el grupo por sus extensos horarios, y la orden fue cerrar esos comercios los domingos a las 2 de la tarde. Explican que ya no se ven “drogadictos” y desapareció el temor a los robos de lanchas. Cuentan que un billar funciona como “oficina de quejas y reclamos”. Los mensajes llegan a oídos de ‘Gavilán’, un hombre que anda de civil, pocas veces se deja ver en el pueblo y que carga una pistola y un cuaderno, en el que anota los nombres y las “quejas”.
Muchas veces los “castigos”, sin mediar discusión, son la tortura y el asesinato. De ello solo se sabe porque aparecen los cuerpos, tirados a las orillas del río. “Anoche no muy tarde sacaron a un expendedor de carne, se lo llevaron para el otro lado del río (Perú), lo torturaron, le hicieron oprobios en sus partes genitales, la boca, la piel toda tasajeada y después lo dejaron en las bocas del río Caucaya. No sé si ya habrán entregado el cadáver” escribe por chat una fuente que pide la reserva de su identidad, como todos, por seguridad. “Todo lo relativo a prensa aquí huele a formol”. Pueden pasar semanas sin que se sepa qué pasó con alguien, que con cierta suerte vuelve para salir rápidamente rumbo al destierro.
El PAÍS supo que en lo que va de 2025 han tenido que salir 18 personas de Puerto Leguízamo, sin contar las personas que se van sin reportar su caso. El panorama es tan grave que el municipio ha pedido a la aerolínea estatal Satena -la única que vuela hasta allí- que rebaje el precio de los tiquetes para ayudar a quienes deben huir.
Jaimes acepta su capacidad limitada para enfrentar a los Comandos y el papel de la frontera en ello. “Mi problema es que estoy solo del lado colombiano. Cuando me ven, seguramente se pasan al lado ecuatoriano (unos 40 kilómetros río arriba) o al peruano. Claro, puedo encontrar algunos laboratorios de pasta base, o algunos insumos, pero puedo apostar a que no voy a capturar a nadie. Encontraré lo que abandonan” admite. “Sabemos que están al frente. Su forma de estar presentes en ambos lados de la frontera les permite tener el control de todo”. Casi como una resignación, añade, “yo sé quienes son pero no puedo hacer nada. Si no tienen una orden de captura y no están en flagrancia, no puedo hacer nada… los saludo, y ya."
Recuerda que, además, su trabajo depende de los niveles de los ríos. “No puedo navegar todo el año. Aunque hemos construido elementos de bajo calado, requieren cierta profundidad. Ellos, en cambio, van en canoas artesanales de madera que calan poquito y se pueden mover en esas temporadas”. Explica también que los Comandos utilizan el río de forma transversal. “Como tienen control sobre las dos orillas, van viendo donde están los controles. Mueven sus cargas un tramo por río, otro por tierra y por los esteros, a los que no alcanzamos a entrar con nuestros botes”.
Cinco fuentes dicen a EL PAÍS que Comandos soborna a algunos militares para evitar problemas. El vicealmirante Jaimes dice que no ha recibido denuncias de corrupción en la Armada.
El enclave en Perú
“Si van para Lupita, es mejor tener permiso de ellos [Comandos]”, fue el comentario repetido por varias fuentes sobre entrar al caserío peruano ubicado al otro lado del Putumayo. Esa orilla del río, en el departamento de Loreto, es uno de los 21 enclaves de producción de hoja de coca del país, según los datos del informe de monitoreo de esos cultivos de julio de 2024,. El distrito Teniente Manuel Clavero, al que pertenece Puerto Lupita, sumaba 1.891 hectáreas, el 2% de las de todo el país. Esto coincide con un auge nacional de esos cultivos desde 2019, según explica un estudio de 2023 de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, la Policía Nacional del Perú y la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas.
Por cuenta de esa economía ilícita, en 2019 hubo una guerra local. Puerto Lupita se estremeció con los cuerpos de seis personas, que murieron en enfrentamientos entre Comandos y narcos peruanos. El grupo colombiano ganó, y desde entonces usan el poblado como una suerte de centro de poder. No solo citan allí a las reuniones para imponer sus reglas o dirimir disputas, sino que es donde obligan a la gente a trabajar como “castigo” en “castigaderos”, unas hectáreas que solo utilizan para que la gente vaya a “echar pala”.
El Perú amazónico juega un rol importante en la operación de Comandos. Durante el segundo semestre de 2023, ante unos operativos de erradicación liderados por la Marina de Guerra del Perú en la frontera, el grupo exigió a los comerciantes de Leguízamo un pago de 400.000 pesos (unos 100 dólares) cada uno para “los damnificados por la redada peruana”. Incluso exigieron víveres, en una especie de “ayuda humanitaria”.
Puerto Lupita suma más de quince casas, todas al lado izquierdo de un camino extenso que de repente desemboca en la selva. Tiene una pequeña cancha de fútbol y una caseta comunal. Pese a estar en suelo peruano, está adornada con la publicidad de uno de los candidatos para las elecciones atípicas para la Gobernación de Putumayo, en Colombia, John Molina. Tres fuentes le dijeron a El PAÍS que Comandos estaría invitando a votar por él, señalamiento que también fue documentado por La Silla Vacía. Molina no respondió llamadas ni mensajes de EL PAÍS. Un asesor de su campaña dijo que “solo son rumores sin fundamentos. Los contrarios políticos inventan todo eso cuando saben que hay una ventaja notable en las encuestas.”
En Puerto Lupita funcionó un puesto militar peruano. “Lo quitaron porque los soldados mantenían en Leguízamo por las chicas. Tenía diez soldados y un teniente”, explica un poblador. La maleza se tragó lo que quedaba del puesto, una imagen de la inexistente presencia estatal. Los pobladores cuentan que llevan años pidiendo que les pongan un tanque de agua. “En la pandemia ni nos llegó ayuda”, dice el mismo hombre, quien refiere que a una hora de camino hay cultivos de coca. “Más adentro, que es la siembra ilícita, han tumbado mucho bosque” dice. “Ellos [Comandos] están pendientes de que la comunidad se organice, pero que hayan hecho algo malo, no. Si nos atropellaran no estaríamos aquí”.