Comunidades aisladas, escasez de agua potable y dificultades para pescar: así vivió la Amazonía colombiana su sequía más dura
En Puerto Nariño, cerca a las fronteras con Perú y Brasil, los indígenas caminaron durante horas para hidratarse, conseguir comida y vender sus productos. La Alcaldía reconoce que no pudo ejecutar recursos para asistirlos
Artea Pérez cruza el río más famoso de América todos los días. El Amazonas es su carretera, su ómnibus, su sustento. Pero a mediados de septiembre esa vía se atascó. Una fuerte sequía llevó a los niveles más bajos en más de un siglo. Ya no hubo agua para que Artea pudiera navegar en bote por el afluente que conecta su casa con el río principal, en el que transporta los productos que cultiva en su comunidad, en la orilla peruana, hacia el municipio colombiano de Puerto Nariño.
Durante un mes, esta mujer de 46 años caminó desde las tres de la mañana, con baldes llenos de yuca, plátanos y pescados. Tardaba dos horas en llegar a la orilla, donde se subía a una lancha prestada, organizaba la mercancía y zarpaba rumbo a Puerto Nariño. Era la única manera, asegura, de conseguir dinero para el azúcar, el aceite o el jabón que necesitan sus ocho hijos.
El mercado se instala todos los días frente al río, en una calle peatonal —todas lo son en Puerto Nariño—. A cada lado, hay una hilera de mantas repletas de vegetales y pescados. Al fondo, el Amazonas. A las siete de la mañana, Artea es una más entre las vendedoras, que mayormente provienen de las 22 comunidades indígenas que rodean el pueblo. A las 11, llama la atención porque es casi la única que queda. Quiere aprovechar hasta el último minuto para que el viaje valga la pena: ha rebajado sus racimos de plátano verde de 20.000 pesos (4,7 dólares) a 15.000 (3,5 dólares). Al venderse los últimos, empaca con su hijo Neyser, de 10 años, y carga unos maduros restantes a su bote.
Ese día de mediados de octubre es un poco mejor que los anteriores. No tanto por las ventas, que suelen mantenerse entre los 85.000 y los 100.000 pesos (entre 20 y 24 dólares). Más bien porque las lluvias de los últimos días han empezado a mejorar el camino a su comunidad. Para regresar, ya no tendrá que caminar dos horas por la playa tras cruzar el Amazonas. Dos nuevos pozos de agua le permitirán aligerar la segunda parte del recorrido: hará dos tramos adicionales en bote y solo tendrá que caminar unos minutos entre uno y otro —arrastrando la canoa, eso sí— y media hora en la parte final. Los únicos aspectos negativos son el calor abrasador del mediodía y que, en la mañana, una mantarraya le picó el talón mientras cruzaba uno de los pozos.
La historia de Artea se replica, de diferentes formas, en las 14.000 personas que habitan o trabajan en el municipio amazónico —4.500 en el casco urbano y 9.500 en las comunidades—. Enfrentaron una sequía que afectó a la región que comparten nueve países y que, en Colombia, disminuyó los caudales de algunas partes del río más largo del mundo hasta en un 82%, según el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam). Aunque es habitual una reducción en la temporada seca, entre julio y septiembre, nadie esperaba que llegara a este punto y que se extendiera hasta octubre. Debieron adaptarse a caminar durante horas para hacer actividades cotidianas. En una zona selvática y sin carros, los ríos son el principal medio de transporte. Cuando se secan, los habitantes quedan aislados.
La deforestación y degradación de la Amazonía, que ya afecta al 26% de la región, es una de las posibles explicaciones de una sequía tan intensa. Germán Mejía, biólogo de la oenegé Amazon Conservation Team (ACT), señala en una videollamada que en zonas de Brasil, Bolivia y Colombia cada vez hay menos árboles que retengan y almacenen el agua de lluvia para luego liberarla como vapor. Por consiguiente, el viento impulsa menos nubes hacia las montañas y eso deriva en que menos agua se condense para producir nuevas lluvias y alimentar los caudales del Amazonas. La falta de bosques, además, aumenta la temperatura de los suelos y reduce la humedad.
El experto enfatiza que la tala y quema de árboles ha proliferado para abrir espacio a la ganadería, los monocultivos, el acaparamiento de tierras, la construcción de nuevas vías y la producción minera. “Los incendios en la Amazonía son causados, son criminales. La selva no se quema sola”, remarca. Esto es especialmente preocupante en Brasil, donde se han consumido 11 millones de hectáreas entre enero y agosto de este año. Asimismo, no ha ayudado la intensidad y larga duración de El Niño, un patrón natural que hace que aumenten las temperaturas de la superficie del agua en las áreas tropicales del Océano Pacífico. El fenómeno ha producido altas temperaturas en varias partes de la Amazonía y ha ayudado a propagar los incendios.
La escasez de agua potable
El Internado San Francisco de Loretoyaco, con unos 400 estudiantes de secundaria, es uno de los lugares que se apagaron con la sequía. A media hora en bote desde Puerto Nariño, debe su nombre al afluente que conecta el casco urbano con 11 comunidades indígenas que se suceden hasta la frontera peruana. Sus estudiantes, que incluyen 120 internos, fueron enviados a sus casas a principios de octubre. Por eso, está vacío durante una visita a mediados de ese mes. Solo se ven unos obreros que construyen una carretera que permitirá caminar hasta Tipisca, una comunidad que está a dos horas en bote —cinco con la sequía—. Las profesoras están reunidas en un salón de informática, desde donde contactan a sus alumnos por videollamada.
La rectora, sor Nubia Stella Torres, explica que desde agosto vienen sorteando obstáculos para mantener las clases. Cuando los niveles del río comenzaron a bajar, dejaron de utilizar la lancha a motor que recogía a los niños en las madrugadas y las reemplazaron por decenas de pequeños botes en los que los padres traían a los alumnos. Los de Zocó, Villa Andrea y Santa Teresita no pudieron llegar a principios de septiembre, pero las clases presenciales siguieron para el resto. Ni siquiera pararon cuando un bote que venía desde la comunidad de San Martín se estrelló contra un tronco, y los niños y sus cuadernos terminaron en el agua: llegaron mojados al colegio y se quedaron como internos. El gran problema llegó a principios de octubre.
“No hay ningún estudiante porque no tuvimos ni un tris de agua hasta hace unos días”, comenta Torres, una religiosa de 70 años que encabeza la institución desde hace 27. Señala que los 20 tanques que almacenan agua de lluvia se quedaron vacíos por primera vez desde que ella trabaja en el colegio. Son reservas para cocinar e hidratarse, en medio de un calor sofocante que hace que los niños beban agua a cada rato. A la par, los bajos niveles del río hicieron que abundaran los sedimentos y se dañara la motobomba que llevaba agua a los inodoros y las duchas de las mujeres —los varones se bañaban en el Loretoyaco—. “Extraño hartísimo a los niños. Nos sacan la piedra, pero nos llenan”, dice la rectora. La falta de agua afecta la educación de los niños: aprenden las reglas del baloncesto a través de una guía, que no reemplaza el partido que podrían jugar en la escuela.
El problema afectó a casi todos en el municipio. Las comunidades indígenas no tienen acueductos y las reservas de sus tanques para agua de lluvia se agotan en cuestión de días. Por ello, se volvió usual que algunos caminaran durante horas al casco urbano para traer baldes o bolsas de agua. También que hubiera más casos de diarrea o intoxicación por consumir líquidos contaminados. Incluso los más privilegiados del área urbana y su acueducto tuvieron que adaptarse. Sandra Olmos, bogotana y profesora del internado, cuenta que se quedó sin agua de lluvia en su alberca de 2.000 litros y su tanque de 500. Por primera vez tuvo que recurrir al suministro del río, que siempre había evitado. “Te bañas y te aparecen hongos en la piel. El agua es amarilla y creo que la ropa no queda limpia”, apunta.
La pesca
Los bajos niveles de los ríos también afectaron el acceso al lago Tarapoto, un lugar que los pescadores de Puerto Nariño describen como algo parecido al paraíso pues suele estar repleto de peces de escamas, más sabrosos que los de cuero. Para llegar, se suele pasar por el lago Correo y luego navegar por un estrecho hasta el cuerpo de agua principal. Con la sequía, ese camino no es una opción. Algunos pescadores se animan a caminar y cargar su canoa durante dos horas, mientras otros prefieren evitar riesgos y quedarse en el menos apetecido Correo.
Ilusionados por las primeras lluvias a mediados de octubre, los tikunas Luis Andrés González y Florisa Castillo, de 29 y 24 años, se acercaron un martes en la mañana al Correo para ver si por fin podían pasar con su pequeño bote hasta el lago principal. Vieron que el río seguía bajo y optaron por quedarse donde estaban. Florisa cuida al hijo de ambos, mientras Luis Andrés pesca con malla. Cuentan que tres horas de pesca en ese lago con poca agua les están dando unos 30 peces. En Tarapoto, en cambio, afirman que podrían conseguir más de 80. “Ahí sí alcanza para vender y no solo comer”, dice él.
Para sobrevivir en estos meses, Luis Andrés consiguió otro ingreso, cargando arena desde el río hasta un predio en el que se construirá un parque para niños. Mantiene, sin embargo, la costumbre de pescar que aprendió de su padre. Esa mañana, ya lleva unas 15 cuchas, unos peces oscuros que abundan en el lago y ahuyentan a los demás. Está contento porque también atrapó un tucunaré, un pez más grande y colorido que describe como “una bendición” porque es más rico aún. Asegura que se quedará con el premio mayor, mientras que parte de las cuchas irán a familiares, al padre de un niño que lo ayuda y al vecino que le prestó la malla.
Las historias como las de la joven pareja se repiten, con algunas variaciones, en distintas zonas de Puerto Nariño. Hay quienes no tienen las mallas necesarias para pescar en los lagos. Javier Cayetano, un pescador de 63 años de la comunidad San Francisco, dice que sus arpones no sirven ante un Loretoyaco vacío y que pasó hambre en estos meses. Otros, en cambio, mantuvieron cierta normalidad. El vicecuraca de Puerto Esperanza, Reinver Ahue, comenta que su comunidad se beneficia de estar sobre el Amazonas y asegura que no registraron casos de inseguridad alimentaria —la producción de fariña, a base de yuca, suplió la disminución de peces—. Cuenta, eso sí, que los más aventureros tuvieron que acostumbrarse a cruzar el río y caminar dos horas bajo el sol para llegar a unos pozos en Perú en los que siempre abundan las presas.
Las culpas
Todas las personas consultadas coinciden en que esta fue la peor sequía que vivieron, que ni siquiera la del año pasado —que también rompió récords— se le compara. Charlie Rivas, hotelero y presidente del Consejo Deliberante, cuenta que los mayores les advirtieron que cada 30 años hay fenómenos así, pero que este superó las expectativas. “Los abuelos dicen que antes el agua crecía hasta donde los caracoles ponen los huevos. Ahora ni siquiera pasa eso. Ha sido peor que en el 91”, comenta mientras compra papaya y banano en el mercado. Ante un clima cada vez más impredecible, preocupa la falta de ayuda estatal. El curaca de San Francisco, Gustavo González, cuestiona que las promesas nunca se cumplen: “Nos dicen que nos van a colocar motobombas. ¿Pero cuándo? Nunca llegan. ¿Cómo haremos el próximo año?”.
El alcalde de Puerto Nariño, Edilberto Suárez, reconoce que la asistencia fue insuficiente. “Tienen razón las comunidades, pero no es por la administración. Es por los trámites que hay que hacer para ejecutar los recursos”, afirma. Según el funcionario, hay voluntad política del Gobierno nacional y la Gobernación para construir plantas de tratamiento y proveer motobombas, mangueras, cloro, alimentación y medicamentos. Subraya, además, que la Amazonía “es el pulmón del mundo”, que no tienen suficiente dinero y que es necesario sumar financiamiento internacional.
Las personas consultadas enfatizan que en Puerto Nariño casi no hay deforestación, no hay fincas ganaderas y no hay carros. En vez, abundan los árboles maderables y frutales. El problema, para ellos, está en los cultivos de coca de Perú, que conocen a través de las historias que cuentan las decenas de jóvenes de las comunidades que trabajan allá por falta de oportunidades locales. “Un problema grande en Puerto Nariño es que somos vecinos con Perú. Ellos no hacen el trabajo que nosotros hacemos de conservar, limpiar y mejorar el ambiente”, acusa el alcalde, que también afirma que las aguas de lluvia les llegan negras, contaminadas. Algo similar opina Fermín Sánchez, maestro y coordinador académico de las escuelas primarias del Internado San Francisco: “Con esto ya está más claro que la deforestación en la zona peruana nos está afectando muchísimo”. Aunque Brasil y Bolivia son los países que más deforestan, los problemas en Perú son los que se perciben como más cercanos.
Los indígenas señalan la contradicción entre cuidar el medio ambiente y ser los más afectados por el cambio climático. Sánchez relata cómo sus alumnos aprenden a no talar árboles innecesariamente, a no defecar al lado de ellos, a no utilizar venenos. “No es suficiente, las erosiones están apareciendo donde no deberían”, apunta, mientras lamenta que los estudiantes ya no consigan pescados tan grandes como antes. Reinver Ahue coincide. Agrega que no alcanza con que ellos fomenten la rotación en las chagras (espacios de cultivos indígenas) para no dañar los suelos y que le preocupa el mercurio que las minas vierten en los ríos. “Siempre nos hemos identificado como productores y por eso sabemos que necesitamos a la madre naturaleza para subsistir. Pero de nada nos sirve tratar de respetar el medio ambiente y que luego venga otra gente a deforestar o tirar químicos”.