Fernando Trujillo, el protector de los delfines rosados del Amazonas
El director de Omacha es el primer latino que recibe el premio de Explorador del Año de Rolex y National Geograophic. Lleva tres décadas sumergiéndose en el agua del Amazonas, el Orinoco y el Caribe para proteger a la fauna
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La vida de Fernado Trujillo (Bogotá, 56 años) se puede contar a través de sus encuentros con los delfines de río. A los 5 ó 6 años, cuando se metía en los ríos de Puerto Carreño, en el Orinoco colombiano, lugar que frecuentaba su abuelo para hacer negocios, escuchaba a las personas advertir que ya venían las “toninas”, que había que salirse inmediatamente del agua. “Nunca las llegué a ver y hasta creía que se trataba de un animal peligroso”, recuerda ahora sentado en la oficina de Omacha, organización que dirige y que fundó en 1993. “Muchos años después, ya como estudiante de biología marina en la Universidad Jorge Tadeo Lozano, fue que supe que se trataba de delfines rosados, que es así como les llaman en esa zona de Colombia”.
Por esa época, en el 1986, fue cuando vio a uno – o más bien a dos – por primera vez. “El cardiólogo colombiano Jorge Reynolds y Francisco Navia, en ese entonces director del Acuario de Rodadero, habían traído dos delfines de río, vivos, desde el Amazonas a Bogotá, y yo me fui hasta la Cruz Roja, a verlos en una piscina donde estaban”. Años antes, también como estudiante, el icónico oceanógrafo Jacques Cousteau le había lanzado la pista de que “a los delfines del Amazonas nadie los estaba estudiando”, durante una charla que hizo en la Universidad. Y en 1987, llamado por la simple curiosidad, logró observarlos en el río: saltando libres por encima del agua.
“En julio de ese año me subí con dos compañeros en un avión de carga que nos llevó a Leticia [capital del Amazonas], que era una zona de narcotráfico pesado”. Después de diez horas en lancha, llegaron a Puerto Nariño y allí sucedió una escena que, aún hoy, parece estar atravesada en su mente. “Era temprano, íbamos en una canoa por un canal todos callados. Sin respirar. Y, de pronto, tres delfines de los grises [Sotalia fluviatis] saltan, se pierden en la neblina y vuelven al agua. Fue increíble”. Su decisión fue simple: la vida lo había llevado a estudiar delfines de río.
En esa ocasión se quedó dos meses en el Amazonas. Luego, iba a visitar la región cada vez que tenía vacaciones. Con el tiempo, estaba más allá que en cualquier otro lugar, observando delfines.
Pero estos animales también se convirtieron en una excusa. “Aunque empecé con una aproximación muy romántica para conservarlos, porque sí, son lindos y hay que protegerlos, entendí que para lograrlo se tenía que conservar todo el ecosistema, incluidos otros animales”. Con el tiempo, Trujillo y Omacha empezaron a trabajar con caimanes, tortugas, manatíes, y no solo en las aguas del Amazonas, sino también del Orinoco y el Caribe. La suma de todo este trabajo y de haber sido el líder de uno de los siete proyectos de investigación que hicieron parte de Rolex and National Geographic Perpetual Planet Amazon Expedition lo llevaron a ser elegido como Explorador del Año por NatGeo, un premio que nació en 2011 y que, por primera vez, lo obtiene un latinoamericano.
Como él mismo dice, se trata de un homenaje que tiene “unos zapatos grandes para llenar”. Algunas de las otras personas que lo han recibido son James Cameron, cineasta, explorador y director de la película Titanic, y los guardaparques de Virunga, el parque nacional natural más antiguo de África, santuario de gorilas de montaña, pero también uno de los lugares más peligrosos para proteger en el mundo. En solo dos décadas, allí han asesinado a más de 170 defensores.
Delfines que salen del río
Trujillo parece tener su propio mito fundacional. Cuando andaba en canoa por Puerto Nariño, los indígenas pasaban y lo saludaban, pero no lo llamaban con su nombre. Le decían Omacha. “Yo no entendía, porque además al principio los indígenas me gozaban mucho, se reían de mí porque yo era un citadino, un universitario que no sabía muchísimas cosas”, cuenta. “Al preguntarles por qué ese apodo, la respuesta fue preciosa”. Omacha significa delfín rosado en Tikuna, un grupo indígena que habita entre el Amazonas de Colombia, Brasil y Perú. “Nosotros creemos que usted es un delfín rosado que se volvió gente para proteger a sus hermanos”, fue lo que le dijeron.
No es la única ocasión en la que la cosmología indígena antropomorfiza a los delfines rosados [Inia geoffrensis]. Es común que el delfín rosado, también dicen los tikunas, se convierta en hombre y, cuando lo hace, se pone una mantarraya como sombrero y una culebra como cinturón. En Omacha, la ONG, hay artesanías que así lo retratan. “Los delfines son muy respetados en la cosmología indígena, que dice que tienen ciudades sumergidas. Pero también son criaturas maravillosas, sobre todo en cómo se han adaptado de extraordinariamente bien al Amazonas”.
Los delfines rosados, que llevan en estas cuencas dos millones de años, liberaron sus vertebras para poder moverlas lateralmente y así ser capaces de nadar entre los bosques inundados, entre las ramas y las raíces de los árboles, en busca de peces. Se trata de algo que no pueden hacer ni los delfines de mar ni los delfines de río grises, que apenas llevan 500.000 años en el Amazonas. “Aún tienen algunos comportamientos marinos”, dice Trujillo.
Pero como ha pasado con muchas especies, ambos delfines de río están en riesgo. Tras recolectar datos y observaciones por 30 años, Omacha identificó que en el trapecio amazónico colombiano sus poblaciones van en picada: “Hemos perdido el 52% de los delfines rosados y el 37% de los grises”. Esto es justo en el lugar en donde trabaja la ONG. Es decir, un área monitoreada, con acuerdos de pesca y con iniciativas de conservación, por lo que el experto cree profundamente “que la situación está peor en otras zonas”.
En 2018, a punta de prueba y error, las comunidades indígenas y Omacha crearon los Acuerdos de los Lagos Tarapoto, que limitan la cantidad de pesca por persona, vetan ciertos artes de pesca y ponen tallas mínimas, entre otras cosas. Se trata de un modelo que ha sido copiado por varias organizaciones y reconocido por la FAO. Pero llegar allí no fue fácil. “El primer intento fue en el año 1992, pero nos equivocamos, y hay que decirlo. Llegamos las autoridades y las ONG a decir cuáles eran los puntos, a imponer qué había que hacer, entonces no funcionó”. El acuerdo actual, en cambio, duró conversándose por cuatro años y nació de las mismas comunidades que viven en Puerto Carreño. Una vez ellos lo crearon, se oficializó como tal ante las autoridades pesqueras.
Y es que para Trujillo, los delfines han sido la excusa. Gracias a ellos, su organización ha recorrido 80.000 kilómetros de ríos y ha realizado más de 70 expediciones. Los delfines le han abierto las puertas del Amazonas, del Orinoco y del Caribe; lo han llevado a trabajar en Brasil y en Perú y le han permitido entender la complejidad de los problemas de esa región que, para él, más que el pulmón del mundo es su corazón. Un corazón que podría infartarse.
En la oficina de Omacha en Bogotá hay cajas y paquetes por todos lados. Y no, no se están mudando. Trujillo cuenta que están en proceso de restaurar y mejorar la sede de Puerto Nariño. Ese lugar lo construyó él después de haber intentado rehabilitar un delfín de río por primera vez, porque, de nuevo, su vida se puede contar a través de estos animales. “Unos pescadores me llamaron y dijeron que dos delfines habían caído en su malla. Una mamá y su cría, pero la mamá estaba muerta”. Cuando Trujillo llegó a ver qué había pasado, la cría estaba amarrada con una cuerda de un árbol, lesionada. “No supe qué más hacer y me la llevé a una piscina que había en una hacienda de un señor que habían asesinado”. La piscina estaba turbia, parecía más un estanque, pero él se metió con la cría, lo dejó allí y se fue a dormir.
“A las cuatro de la mañana me dio algo. No podía dormir. Fui a la piscina y luego supe que los niños, como juego, solían meter pirañas de río a esa piscina, entonces saqué al delfín”. A pesar de ser liberado después, cerca de otro delfín que tenía una cría, con la intención de que lo adoptara, murió a los pocos días. “Esa fue mi alerta de que no se podía trabajar así y lo que me impulsó a construir una sede en Puerto Nariño, en la que pudiera rehabilitar animales”. Sobre a cuántos delfines ha visto en su vida, puede que Trujillo ya haya perdido la cuenta.
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