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Belém, una ciudad horno que sufre inundaciones periódicas y perdió árboles para recibir la COP30

La ciudad de la Amazonia brasileña sede de la cumbre climática ilustra los retos de las urbes del Sur Global para adaptarse a los efectos del calentamiento

Ciudad de Belém
Naiara Galarraga Gortázar

Con su diplomacia de matonismo, vaivenes y negacionismo climático, el presidente Donald Trump de Estados Unidos sabe golpear donde duele. “Han destruido la selva amazónica en Brasil para construir una autopista de cuatro carriles para los ambientalistas”, bramó horas antes de la apertura oficial de la COP30 en Belém (Brasil), la cita más importante del año para consensuar la política climática planetaria. El republicano, que declinó una invitación personal del presidente Luiz Inácio Lula da Silva y ni siquiera ha enviado una delegación a Belém, eligió las inacabadas obras de la autovía de la Libertad para descalificar el cónclave.

Este es un viejo proyecto que las autoridades locales resucitaron e incluyeron entre las nuevas infraestructuras para aliviar el tráfico durante el evento que traerá hasta 50.000 visitantes a esta ciudad de la desembocadura del río Amazonas. Causó polémica porque cruza una reserva natural, ha implicado talar árboles y, tras el destrozo, ni siquiera está operativa. Algunos vecinos sostienen que era innecesaria porque solo lleva a un centro comercial de tiendas exclusivas que ya tiene otros dos accesos. Una mañana reciente allí seguían las excavadoras, abriéndose paso entre los árboles.

La señora Ercila do Socorro Coelho, 59 años, cocinera jubilada, tiene claro que, como sigan eliminando árboles, la temperatura será todavía más insoportable en Belém, capital de Pará, el estado que lideró durante años la lista de los más deforestadores. En vísperas de la COP, las tasas han caído de manera drástica en este estado mayor que Francia con voluntad política y más medios.

Poco entiende Coelho esa jerga de siglas en la que se comunican los negociadores del clima, pero su vida es un máster en los estragos de las inundaciones y el calor. “Ya casi no camino por la calle. Como recomiendan los médicos, intento salir de ocho a diez de la mañana, después, solo en autobús”, explica. Y describe algunas escenas cotidianas: “Cuando llueve, el asfalto echa vapor. Es llegar a casa, y directa a la ducha. Pones agua al fuego y, en nada, está hirviendo. A mediodía, el agua del grifo sale caliente”, enumera, protegida por la sombra de un edificio.

Belém es un horno para sus 1,3 millones de habitantes y quienes la visitan aunque está rodeada de agua e incrustada en el mayor bosque tropical del mundo. La ciudad sufrió 212 días de calor extremo (37,3 grados celsius) el año pasado, es decir, cinco grados más que la media de la década pasada, según Mongabay, una publicación especializada en medio ambiente. Y en ninguna otra capital brasileña llueve tanto. Cuando las lluvias torrenciales coinciden con la pleamar, buena parte de la ciudad se inunda porque está bajo el nivel del mar. El barrio de la señora Coelho es uno de los que tiene mayor riesgo de inundación. Los vecinos, con ironía, lo bautizaron como Terra Firme. Y así consta hasta en los mapas.

Pese a las muchas obras inauguradas con la vista puesta en la COP30, las infraestructuras de Belém son precarias. La red de saneamiento es mínima, un 60% de los vecinos vive en favelas y los atascos, descomunales. Para aligerar la presión han dado vacaciones al funcionariado durante toda la cumbre.

Ese panorama convierte a la sede de la COP30 en emblema de los 1.000 retos que afrontan tantas ciudades del Sur Global que sufren el azote cotidiano de un problema que hunde sus raíces en la industrialización del Norte Global, sea en forma de tornado, huracán o tifón. Aunque extremo, el caso de Belém es bastante frecuente. Un 35% de las ciudades brasileñas (1.900 municipios) están en riesgo de desastres ambientales como deslizamiento de tierras, inundaciones y lluvias torrenciales, según un estudio del Gobierno federal. Una veintena de ministerios elabora, junto a la sociedad civil, un gran plan nacional que incluye acciones de adaptación y de mitigación.

Brasil y los países en desarrollo reclaman a los países ricos dinero y tecnología para adaptarse a la furia de un planeta cada vez más hostil. “Es necesario prestar más atención, destinar más recursos y tener más voluntad política para preparar a los países vulnerables ante los efectos que ya se están sintiendo”, afirma al diario O Globo Maurício Lyrio, el embajador que lidera a los negociadores de Brasil.

Para Wendel Andrade, de 38 años, especialista en gestión de recursos naturales y desarrollo local del Instituto Talanoa, en Belém, el debate sobre adaptación no debe estar en segundo plano respecto a la mitigación, la reducción de emisiones. Denuncia Andrade “la grave pérdida de vegetación” que la ciudad sede de la COP30 ha sufrido en los últimos años y el desprecio de las autoridades y sus conciudadanos por los árboles.

Habla como investigador y vecino de Belém: “Para mucha gente los árboles significan suciedad, hojas, escondite de delincuentes, el lugar donde los sin techo orinan, un obstáculo para meter el coche en el garaje… Cuando el árbol es una máquina natural esencial para vivir bien. Es una cisterna que almacena agua, da sombra y confort térmico”.

Y aunque el resto de los brasileños la conozcan como la Ciudad de las Mangueiras, por los tupidos pasillos arbolados punteados de mangos que refrescan las calles en los barrios nobles, Belém tiene cuatro veces menos árboles por metro cuadrado de los que recomienda la ONU.

Cerca de las obras de la autopista de la Libertad acaban de abrir al tráfico otra autovía, la de la Marinha, que también conllevó destruir una buena franja de vegetación, explican los vecinos. Donde se alzaban los árboles que les daban una agradable sombra que invitaba a hacer merendolas, ahora hay tres carriles en cada sentido, uno para aparcar y otro para las bicis. Han plantado unos arbolitos que tardarán en dar alguna sombra. En dos meses, llegará lo que en Belém llaman el invierno, la época en que llueve más y refresca algo. Entonces comprobarán cómo responde la nueva avenida.

Andrade, del Instituto Talanoa, denuncia que “cuando el mundo habla de soluciones basadas en la naturaleza, Belém reproduce un modelo pasado, con obras ambientalmente inadecuadas”, como la tala de árboles o añadir capas al asfalto. Avisa de que la urbe “es una bomba de relojería” porque en el futuro habrá que resolver los problemas creados por las obras actuales.

“Necesitamos un plan robusto de recomposición forestal, y sobre todo, no eliminar especímenes maduros”, apunta junto a mejorar la gestión de las basuras que atasca los canales. “No tiene sentido que pidamos dinero para adaptación si lo seguimos gastando mal”, se queja.

La Coalición para las Infraestructuras Resistentes a los Desastres —CDRI, por sus siglas en inglés, una alianza de Gobiernos, agencias de la ONU, empresas y universidades— ha estimado las enormes pérdidas causadas por el clima el año pasado: tormentas (173.0000 millones de dólares), inundaciones (33.000 millones) terremotos (18.000 millones).

Los vecinos de Belém viven pegados al ventilador. “En mi casa tenemos cinco para cuatro personas”, explica Cintia Andrade, 33 años, consultora de ventas. La cara se le ilumina cuando habla de los recién estrenados autobuses municipales. Tienen aire acondicionado, todo un alivio para los pasajeros que antes buscaban las ventanas para aprovechar cualquier brisa.

En Belém les gusta el aire acondicionado bien frío y, en cuanto cae la noche, la ciudad sale del letargo. La gente va al gimnasio, a la compra. El domingo a las once de la noche, a horas de la apertura de la COP, había largas colas de clientes con la compra de la semana en un céntrico supermercado que abre 24 horas.

Ninahua Hunikui es un indígena de Acre que desayuna tranquilamente en un puesto callejero de Belém con varios de los parientes con los que ha venido desde su aldea para participar en la COP30. Vienen a reclamar que su tierra sea demarcada, y, por tanto, reciba protección legal. Una reivindicación que, explica, ya llevó a Francia y Suiza. Como va camino de un acto público, luce un espectacular cocar de plumas de gavilán real y guacamayo y el rostro pintado con tinta negra de jenipapo y roja de urucú.

Cuenta que también en su aldea, de 205 vecinos, el impacto del clima es evidente: “Nuestras fuentes de agua se secan por las talas de los blancos. En los años 70, nos movíamos en barco, ahora casi tienes que empujar hasta con las canoas pequeñas”, explica en portugués el cacique.

Profesor y médico, añade: “También están acabando con mis medicamentos”. Con esas plantas que la selva daba a los suyos desde tiempos inmemoriales para sanarlos de sus males. Ahora peregrina a Belém en busca de la protección que brinda la ley y con ánimo de compartir con quien quiera escucharle su receta para salvar el planeta.

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Sobre la firma

Naiara Galarraga Gortázar
Es corresponsal de EL PAÍS en Brasil. Antes fue subjefa de la sección de Internacional, corresponsal de Migraciones, y enviada especial. Trabajó en las redacciones de Madrid, Bilbao y México. En un intervalo de su carrera en el diario, fue corresponsal en Jerusalén para Cuatro/CNN+. Es licenciada y máster en Periodismo (EL PAÍS/UAM).
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