Humanizar a Shakespeare, deshumanizar a McEwan
Hubo un tiempo en que la crítica se negaba a relacionar la obra con la vida del escritor y por eso apenas se sabe que 'Hamlet' pudo inspirarse en la muerte del único hijo del dramaturgo
Si en 1860, el año en el que se inauguró la londinense estación de Victoria, alguien hubiera dicho que en el futuro, un futuro en el que Ian McEwan ha descubierto que los robots son una buena manera de explorar aquello en lo que consiste ser humano, levantando una polvareda virtual a su paso entre lectores de género decididos a afearle que haya tardado tanto en descubrirlo, las tazas de té serían latas de café instantáneo, no habría dado crédito. Tampoco al hecho de que hubiese alguien tendiéndolas a la salida de la propia estación, al grito de “¿CAFÉ? ¿LATTE? ¿MACCHIATO?”.
Pero estamos hablando de un futuro en el que McEwan ha escrito y publicado una novela de ciencia ficción, así que todo es posible, me digo. Al respecto, pienso que nadie va a considerar la novela de ciencia ficción de McEwan una novela de ciencia ficción, o tal vez sí, pero, ya me entienden, no esa clase de novela de ciencia ficción, con el consiguiente cabreo de quienes llevan años, décadas, en nada, siglos, explorando, a la manera en que parece que acaba de hacerlo McEwan, todo eso que McEwan explora en su última novela. Es decir, el asunto del humano, demasiado humano.
La novela, por cierto, leo en un periódico abandonado en la misma Victoria, se llama Machines Like Me. Me pregunto si la razón por la que no se considera ciencia ficción es porque llega, precisamente, tarde. Y supongo que es así. Que el futuro que anticipa es ya presente. Lo que me preocupa es que el tema no se haya considerado serio hasta ahora. Porque la entrevista es una entrevista seria, como la que jamás le hubieran hecho a Sam J. Lundwall cuando publicó King Kong Blues y anticipó el patrocinio de casi todo.
El fenómeno es un fenómeno interesante, igual que lo fue, visto desde hoy, el fenómeno del autor no humano. Durante mucho tiempo, y es un tiempo que, por fortuna, ha llegado a su fin, se creyó que nada de lo que un autor escribía tenía por qué tener que ver con lo que fuese que hubiese vivido. Es por eso que, cuanto más nos alejamos en el tiempo, menos humanos nos parecen los escritores. En el mejor de los casos, sabremos de su vida, y luego, habremos leído su obra, pero nadie se habrá molestado en intentar conectar una y otra.
De ahí que me sorprendiera tanto descubrir no solo que William Shakespeare había tenido tres hijos y había sufrido pasar tanto tiempo como pasaba lejos de casa por culpa del trabajo sino sobre todo que uno de esos hijos, Hamnet, al que cariñosamente llamaban Hamlette, había muerto a los 11 años, y que tan solo tres años después, Shakespeare, un personaje no humano, un autor, como dirían en inglés, larger than life – esto es, enorme –, una institución que no había sido antes, al parecer, nada más que esa institución, había escrito Hamlet.
Fue Maggie O'Farrell quien me lo dijo. Maggie O'Farrell acaba de publicar un libro de memorias que jamás creyó que escribiría, pero lleva años tratando de reconstruir la vida del matrimonio Shakespeare y, en concreto, la muerte del pequeño Hamnet. Es de lo que va a tratar su próxima novela. Y no creo que su intención sea la de humanizar al famoso bardo, aunque, sin duda, y afortunadamente, lo hará. “Perder a su único hijo debió ser devastador para él. Estoy convencida de que, alguna manera, lo que hizo en Hamlet fue intentar cambiarse por él, ser él el muerto”, me dijo.
Que no se haya pensado antes – algo que sin duda se ha hecho, pero tendiendo a la desestimación – que Shakespeare estaba, de alguna manera, matando al padre que había sido él mismo cuando escribió Hamlet es, también, en muchos sentidos, devastador. No por el hecho de que no se considere a los escritores padres, entendiendo la idea del padre como alguien a quien la vida le ha dado un vuelco por el mero hecho de serlo, algo que sigue ocurriendo – pese a que Adam Thirlwell, sin ir más lejos, no hacía más que hablar de su pequeño la última vez que estuvo en Barcelona, en ninguna entrevista se relacionó su novela con su reciente paternidad –, sino porque ni siquiera se pensaba en Shakespeare como en alguien que pudiera sentir.
Era un bardo, un bufón, un comediante. Un mero instrumento, en su momento, para el entretenimiento. Un creador que, como todo creador, sobre todo se tenía a sí mismo como materia prima, por más que la crítica de entonces, y la crítica de todo este tiempo, la crítica que lo convirtió en clásico, no lo tuviese en cuenta. Todo lo que creaba Shakespeare eran pedazos de sí mismo, y por eso siguen entre nosotros, y quizá también por eso también, el mejor, y más grande, el único que hasta Disney adaptó, sea Hamlet.
Babelia
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