Retrato de un aristócrata
Para un aristócrata de la época de Luis Escobar el trabajo más agobiante era quitarse y ponerse el equipo de golf o darle a la manivela del coche y partir hacia la montería
Hubo un tiempo en que lo único honesto era montar a caballo y creer en Dios. Hubo una vez una España de cabareteras que se buscaban la pulga, de basureros con trompetilla, de infantas que tejían calcetines para los pobres en los ratos de ocio, cuando el cáncer se curaba con elixir estomacal o con pastillas Crespo y Alfonso XIII reinaba desde el tiro de pichón. En ese tiempo Luis Escobar, marqués de las Marismas del Guadalquivir, era un lechuguino que iba montado en un Citroën descapotable y llevaba en el pescante a su caniche con anteojos de montura dorada. “¿Es cierto que un buen aristócrata tiene obligación de parecerse a su caballo y su entrepierna debe olerle a picadero?”, le pregunté un día. Allí, en el jardín de su palacete, donde había ninfas de escayola y fuentes que vertían un sonido acuático desde las tazas, Luis Escobar, con cuatro perros enredados en sus pies y un loro en el hombro me dijo:
—Aristocracia es una palabra que los aristócratas no solemos pronunciar. Eso, ustedes. Nosotros decimos la sociedad, los amigos de toda la vida, las familias conocidas. Pues sí, mi familia era muy de sociedad. Mi padre era marqués de Valdeiglesias, propietario y director del diario monárquico La Época. Mi padre fue un famoso cronista de salones. Se firmaba Mascarilla. Cubría bodas reales, bailes, veraneos en San Sebastián, en Biarritz y en La Granja, los caballos, el tenis, el golf. Oye, ¿tú sabías que las mulas embisten? Pues embisten, hijo, embisten. Mi padre contaba que de regreso de cierta cacería en el Quexigal venía el político Silvela a lomos de una mula y al pasar un arroyo se espantó el animal y salió corriendo después de derribar a medio Gobierno. Pero, con asombro de todos, la mula dio media vuelta y se les vino encima arrancándose como un toro. Alguien se quitó la chaqueta y comenzó a darle verónicas. Nadie sabe lo que es una mula espantada. ¡Que viene la mula! Una auténtica fiera. Poco después de la caída de Silvela desde lo alto de una mula nací yo en Madrid en la calle de San Marcos. No fui al colegio porque mi madre era muy aprensiva y tenía miedo de que me perdiera para siempre. Me eduqué con profesores particulares.
Para un aristócrata de entonces el trabajo más agobiante era quitarse y ponerse el equipo de golf, de tenis, de equitación, de patinaje, de polo; doblar la bisagra 50 veces diarias sobre la mano de la señora marquesa; peinar el flequillo del caniche; jugar a las prendas mientras se tomaba chocolate con anís; andar por la vida con cuello de porcelana; darle a la manivela del coche y partir hacia la montería; presidir un consejo de administración y una cofradía de nazarenos; pellizcarse un duro en el bolsillo del chaleco y dárselo a un pobre al que estabas abonado. Cuando no se trabaja, uno no tiene tiempo para nada. En aquella época, además de realizar estas labores propias de su clase, resulta que Luis Escobar también se divertía jugando a ganarse un jornal.
— Con el tiempo me hice abogado. Me temo que entonces yo era un señorito, pero no un señorito abusón, eso no; era lo que en aquella época se llamaba un pollo pera, con 100 pesetas mensuales que me daban mis padres, aunque yo realmente vivía del juego, del póquer, del bridge. Iba divinamente con mi cochecito a todas partes, frecuentaba las fiestas del Ritz y los bailes de primavera cuando se ponían de largo las infantas, visitaba las casas abiertas donde se daban saraos, a los que asistía la reina, que era muy mundana. El rey también iba a veces; primero saludaba, bailaba un poco abriendo la reunión y luego se retiraba a un saloncito a jugar al bridge. El rey volvía a palacio hacia la una. La reina se quedaba hasta más tarde. Comenzaba a ponerse de moda la música brasileña y ya se bailaban blues y fox lento, las bebidas de colores habían sido sustituidas por el whisky y el juego de la perejila, por el póquer. Cuando yo salgo, el tango está en plena decadencia. Nunca asistí a un baile en palacio. Me invitaron una vez, pero tenía exámenes al día siguiente y me lo perdí. El primer sueldo lo gané en el año 39 como director del Teatro Nacional y me lo asigné yo mismo. 900 pesetas al mes. ¿Que si soy monárquico? Por Dios, cuando don Juan Carlos tomó la primera comunión, un grupo de amigos hicimos colecta para comprarle un tren eléctrico y yo fui a montárselo a Villa Giralda y por poco no me electrocuto manipulando aquel cacharro.
En plena Transición, cuando la condición de homosexual aún no había conquistado la normalidad, Luís Escobar, elevado a la fama por Berlanga en La escopeta nacional, después de tomar unas copas en Oliver con el figurinista Vitín Cortezo, levantó la mano y el camarero preguntó: “¿Quieren la nota?”. Luís Escobar dijo: “Queremos la cuenta. La nota ya la hemos dado nosotros”.
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