La felicidad del pulpo de mar
Miquel Barceló es también una creación que parece haber sido diseñada por el artista con sus propias manos
Visto de cerca, Miquel Barceló tiene un físico neo-expresionista, hasta el punto de que él mismo por fuera también parece un barceló, rudo y sofisticado, culto y asilvestrado. Bien mirado Miquel Barceló, con la cresta de pelo soplada hacia arriba, la mirada de garduño, las cejas convergentes en el ceño y la tensión del rostro hacia la boca sellada con una sonrisa socarrona es también una creación, que parece haber sido diseñada por el artista con sus propias manos. Solo le falta meterse en el horno para cocerse como una terracota, obra única, que si saliera a subasta en Sotheby´s puede que algún coleccionista pujara muy fuerte para llevársela a casa como adorno del jardín.
Barceló habla poco y lo poco que habla apenas se le entiende, porque lo hace como un rezo entre dientes, pero se intuye que detrás de sus palabras apenas masticadas alienta la vieja sabiduría mediterránea. Su creatividad se ha alimentado de las sensaciones convulsas y primigenias de una isla y de un mar habitados por corsarios y mercaderes, que son gentes que acostumbran a pensar con las manos. Cuando el pintor alemán Anselm Kiefer, impulsor del neo-expresionismo, comenzó a servirse de una gama negra para expresar con grandes paredones chamuscados, con barracones de exterminio humeantes entre alambradas la presencia del mal que aflige a la humanidad, en esa época Miquel Barceló estudiaba Bellas Artes en Barcelona; para sobrevivir vendía camisetas serigrafiadas; a veces tenía que comer gratis en los establecimientos de caridad, pero de regreso en verano a su pueblo de Mallorca, llevaba una vida muy feliz: no sólo buceaba en el mar hasta la cueva del mero, sino también en tierra bajaba hasta el corazón de los tomates y cebollas. Llegada su hora, Barceló tomó del maestro alemán la expresividad de la materia, pero en lugar de crear ruinas y despojos, usó la misma técnica para pintar primero paellas con arroz bomba, llenas de gambas y a continuación trató de convertir cada cuadro en una fiesta donde los pulpos podían fumarse las colillas que el pintor pegaba en el óleo.
Contra la desolación de Kiefer, tuvo el arrojo de dotar a esa materia de todo el placer que puede dar la vida dentro del caos mediterráneo y frente a Joan Miró que pintaba el sexo femenino como si fuera una estrella más del firmamento, Barceló lo expresaba con tomates, calabazas y sandías abiertas. En sus cuadros se sucedía una orgía de bulbos de ajos que se alternaban con librerías derruidas y cabezas de griegos rodeadas de algas, los peces plateados saltaban como en una almadraba y el artista se comportaba como un boxeador luchando contra la materia para dotarla de felicidad a puñetazos. Barceló ha intentado algunas veces servir de molde para una cerámica introduciendo su cabeza en el barro; se ha hecho autorretratos en forma de pulpo, ha encharcado su cuerpo de forma que era imposible separarlo del lienzo.
Este exceso forma parte de su personalidad, como el trueno sigue al relámpago. El canónigo de la catedral de Palma no fue consciente del peligro que corría al encargarle a este salvaje una obra para la capilla del Santísimo y encima, a la hora de cerrar el trato, concederle libertad absoluta. Se trataba de realizar una alegoría del milagro del pan y los peces. Miquel Barceló se limitó a abrir las puertas de la catedral para dejar que una tromba de mar llegara hasta el pie del sagrario arrastrando algas, atunes, ánforas y dejar que en medio de este vómito del inconsciente mediterráneo se vislumbrara la figura de un resucitado que sale de un sepulcro repleto de frutas. Si los capiteles y la crestería de las catedrales están llenos de serpientes y de gárgolas nacidas del vientre de una oscura mitología, sin duda era más puro llevar los salmonetes y cebollas, calabazas y pulpos al pie del altar como una ofrenda de la madre naturaleza.
Sucedió lo mismo con la cúpula de las Naciones Unidas de Ginebra. El salón de los Derechos Humanos lo convirtió Barceló en una gruta de estalactitas y lo que la naturaleza tardó millones de años en crear Barceló lo resolvió con un cañón que vomitaba todo el mediterráneo hasta dejarlo pegado en el techo boca abajo con grumos de 15 kilos de peso sobre la cabeza de los funcionarios. Conceder toda la libertad a un artista genial tiene sus riesgos.
Para elevar a un pintor a la cima del coleccionismo internacional, una cumbre siempre borrascosa por la fuerza con que a esa altura sopla el viento del dinero, se necesita que una estrategia muy sutil de intereses se concite con el extraordinario talento del artista. Barceló tiene estudios en París y en Nueva York. Es un nómada. Un día se fue a Malí para recuperar la virginidad en la mirada y retomar una nueva relación con las personas y cosas, pero ya no volverá a Malí porque allí —según ha dicho— la carne blanca se ha puesto muy cara. Si eres europeo y te secuestran, saben que van a sacar una buena tajada. De momento, Barceló ha regresado al caótico mar de su isla donde los pulpos ya han aprendido a bailar.
Barceló está exponiendo en la galería de Elvira González.
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