Luis Landero: “La infancia es felicidad, la adolescencia amor y el resto literatura”
El escritor parte de una noticia real para componer en 'Lluvia fina' la desgracia sucesiva de un colectivo humano que es una familia, pero que también puede ser un país
“Esta novela es un caso raro”, dice Luis Landero, extremeño de 70 años, que ahora publica, en efecto, la más rara, íntima, radical, de sus novelas, Lluvia fina. Nació de una noticia real, publicada por EL PAÍS, y conduce, como la noticia, a la desgracia sucesiva de un colectivo humano que es una familia, pero que también puede ser un país o el mundo entero. Sobrecoge contarla, y leerla, pero el detenimiento irónico con el que siempre ha escrito el autor de Juegos de la edad tardía (1989, como todas sus obras, en Tusquets) la convierte en una excursión narrativa en la que se entra como si en efecto visitaras a esa familia que, como el personaje de El extranjero de Albert Camus, parece que ha tocado “en la puerta de la desgracia”. Es, también, una novela que parece destinada a ser filmada por el John Huston de Los muertos de Joyce o por el Bergman de cualquiera de sus crónicas de ruinas familiares. A él le halagan esos destinatarios. En la entrevista, habida en su sitio habitual, el Café Comercial de Madrid, habla también de su infancia, el mejor momento de su vida.
Pregunta. Ha escrito un drama sin dramatismo.
Respuesta. Esta novela es un caso raro. Yo estaba con otro proyecto. Pero leí en EL PAÍS en el verano de 2017 la noticia de que una familia se había reunido para celebrar un cumpleaños, salieron entonces los trapos sucios y al final se produjo una tragedia. Entonces ocurrió algo extraño: vi el libro escrito. Seguro que habría algo en mi interior, predispuesto en mi mente. Lo cierto es que se activó mi mundo irracional y lo vi hasta publicado, con este título, Lluvia fina. Cuando llegó el procès, en esa época, estuve sin escribir nada, aquello era demasiado fuerte, pero luego en cuatro o cinco meses salió la novela, como si se hiciera sola.
P. ¿Cómo hizo para que algo tan complejo se lea fácil?
R. Tiene un núcleo muy fuerte, muy duro. Todo gira en torno a una fiesta que van a organizar los hijos de una mujer que va a cumplir 80 años. Todo el relato está anclado en un terreno muy sólido y un tiempo muy comprimido. Luego aparece el personaje de Aurora [la mujer de uno de los hijos] como filtro para contar la historia. Ese es un recurso narrativo. Lo decisivo es el núcleo.
P. ¿Hay un magisterio detrás o lo resolvió con sus propias intuiciones narrativas?
R. Supongo que parte es oficio y parte se aprende, según te lo pida la historia. Yo sabía que esta tenía sus complejidades porque aquí están entremezclándose todos los miembros de la familia, desde distintos puntos de vista. Esa complejidad es lo que hace que sea la que más me ha costado de todas mis novelas. La verdad es que eso no es difícil, porque me cuesta más armar un Lego con mi nieto que estructurar una novela. Lo digo en serio: tengo experiencia en los Lego, es divertido, racional. Aquí, en la novela, supongo que manda la intuición.
P. Usted escribe un libro luminoso, El balcón en invierno (2014), pero en este habita la sombra. ¿Cómo se apaga la luz?
R. La novela no trata de los escaparates, sino de las trastiendas de los personajes, del memorial de pequeños agravios que todos tenemos. A menudo vienen de la infancia, se originan por pequeñas cosas y luego se reinventan, porque el pasado tiene mucho de invención, como en el amor, y a menudo muchas cosas que creemos haber vivido o nos las contaron las hemos soñado o imaginado. El olvido borra y la imaginación escribe y ya se sabe que cuando la imaginación muerde y se hace carne ya no suelta su presa. El individuo tiene un mundo de pequeñas creencias, pequeños rencores incontrolables, ni nosotros mismos controlamos todo ese mundo interior irracional. Y ese mundo turbio, ese malestar existencial, del que más o menos nos evadimos puede salir a la luz.
P. Ese cumpleaños es la puerta de la desgracia. ¿Cómo le surgió como símbolo?
R. Es un motivo de celebración, también de reconciliación porque se reúnen además para conciliar una enemistad callada durante más de 10 años, heridas que están rabiando por salir que encubren algo mucho más grave en el ser humano: su propensión al rencor, a la venganza, al odio.
P. Podría extrapolarse también a los países, que celebran y de pronto todo se tuerce, hay un suicidio colectivo y es la guerra…
R. Tenemos el ejemplo de España, sin ir más lejos. Estábamos muy contentos durante la Transición, parecía que celebrábamos un cumpleaños feliz, éramos una tribu muy cohesionada, nos gustábamos por primera vez, nos dijimos: “¡Coño, si somos hasta guapos!”. En Europa también nos decían que éramos guapos. ¡Parecía que en Europa era lunes y que en España era domingo! Poco a poco han ido saliendo las pequeñas cosas y hemos acabado como estamos acabando. O lo que pasa en Cataluña, cuya identidad histórica en liza es en gran parte una invención.
P. En su novela cada persona parece mantener bondades desde la niñez hasta que súbitamente la vida adulta lo destruye todo...
R. A veces el hombre no sabe ser feliz fuera de la infancia. Mira España: a pesar de la crisis estamos viviendo un momento estelar, no hay guerras desde hace mucho tiempo, vivimos muy bien, se puede viajar, hay paz, prosperidad. Y siempre hay un malestar generalizado. Esto es un poco inexplicable, forma parte de la condición humana ese malestar. En el fondo lo que no queremos decir es que somos mortales, que nuestro único destino cierto es la muerte y luego el olvido, que la vida es absurda. Todos lo sabemos —unos más que otros— que la vida es absurda, pero preferimos mirar para otro lado, nos evadimos. Sí, el hombre es un ser destructivo. ¡Estamos destruyendo el Planeta, coño, sin ir más lejos! Y es un ser destructivo porque no acepta su condición efímera, de criatura coyuntural sin importancia.
P. En Lluvia fina seres que parecen intachables se rompen hasta la degradación…
R. Todas nuestras miserias están guardadas pero al acecho. Todos vamos un poco de farol por la vida, sobre todo cuando somos jóvenes, y está bien que vayamos de farol porque al fin y al cabo vamos a perder de algún modo.
P. Dibuja a una madre que pesa de manera grave...
R. La madre son personas que yo he conocido. Mis tías, mis abuelas, personas que vestían siempre de negro, con un moño y los labios muy apretados y con una visión muy fatalista de la vida porque es lo que ella aprendieron de la pobreza que ha habido sobre todo en las zonas rurales de este país. De ahí vengo, de personas modeladas por la pobreza, la miseria y el dolor. Del moño recuerdo el de mi abuela, apretado como una pelota de tenis. Una vez la descubrí ante el espejo. Tenía una cabellera un poco canosa que le llegaba a las caderas. Me quedé asombrado. “Está con esta maravillosa cabellera también es mi abuela". Lo del moño tiene una gran carga simbólica: la melena está prohibida, la libertad está prohibida, la felicidad está prohibida porque la castigan los dioses, la fatalidad viene en camino… Todo eso decían estas mujeres de luto.
P. ¿No será, Landero, que usted ha hecho una novela sobre la inquina?
R. ¡Sin duda! Nos domina. En las redes sociales ha salido a la luz ese espíritu egoísta y rencoroso del hombre; antes existía igual, pero ahora sale a la luz. ¡De qué manera, da vergüenza leer ciertos mensajes! Toda la inquina ha salido de ahí, también toda la banalidad…
P. En Lluvia fina un cumpleaños desata una guerra civil entre hermanos.
R. Acuérdate de la antigua Yugoslavia. Vecinos de toda la vida se convierten en enemigos. No nos acordamos de que descendimos del árbol y perdimos el rabo hace poco, de que estamos a medio civilizar. Y hay una bestia, un androide dentro de nosotros deseando salir, y lo único que lo reprime es una capa muy frágil que es la cultura, la civilización, las convicciones éticas de cada cual. Pero ese androide anda en busca de gresca. Como en ese cumpleaños, saca la bestia que llevamos dentro y termina en guerra, muerte, destrucción.
P. Un personaje, Gabriel, filósofo, hace coexistir los juguetes de su infancia con sus perversiones secretas para huir de la monotonía matrimonial.
R. Él se ha creado una imagen de estoico, feliz, imperturbable, y tiene que mantener el tipo ante todos. Pero tiene una vida secreta, una trastienda donde juega al fútbol con una pelotita, como en la niñez. ¡Eso es autobiográfico! Yo jugaba con una pelotita así, me organizaba partidos. ¡Y siempre ganaba el Real Madrid! No me he resignado nunca a dejar de ser niño, a perder la infancia, porque ha sido la única época en la que he sido realmente feliz, del mismo modo que la única edad en la que he conocido el amor ha sido en la adolescencia. Lo demás es literatura. La infancia es felicidad , la adolescencia amor y el resto literatura, aparte de la familia, los amigos y otras cosas estupendas…
P. Otro personaje, la cuñada de estos hermanos en conflicto, escucha los dramas.
R. Quería ser un homenaje a quienes escuchan. Y en cierto modo también he reflejado ahí algo de lo que estamos viviendo en España. Y en el mundo: este no escucharnos, estas historias destructivas que nos afectan. No en vano estuve pensando la novela mientras duraba el procès, al cual he dedicado 10 horas diarias de información. Lo viví con una pasión extraordinaria.
P. ¿Y cómo le afectó?
R. Me duele muchísimo. Nos parecía una tontería cuando Unamuno decía: “Me duele España”. ¡Pues tenía razón! Esto es algo que duele. Duelen sobre todo las mentiras de un lado y del otro, y duele que volvamos otra vez a las andadas. Desde que se perdió Cuba llevamos preguntándonos quién coño es España y quiénes somos los españoles, sin conseguir además ser españoles normales. O se presume o se reniega o se avergüenza uno de ser español. ¡¿Pero no hay una puta manera de ser español de un modo normal, como un francés, un suizo o un uruguayo, joder?! ¿Es que no se puede ser un español normal? Ser español es como estar en guerra con algo, es un modo beligerante de estar. Es absurdo.
P. Este libro es una puerta de invierno sobre la que cae una lluvia final y crea un drama enorme.
R. Sí, pero es la historia la que ha hablado, no yo. He sido un intermediario sin más.
Babelia
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