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Columna
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James Joyce según John Huston

Mañana, Canal + dedicará una de sus 'noches temáticas' -siempre indispensables y a veces maravillosas monografías cinematográficas, a las que sólo hay que reprochar su creciente escasez, su cada día más necesario, pero más lento, goteo de inteligencia sobre la rancia capa de polvo de aldea con que las televisiones se aislan de las ideas- a la sorprendente identificación entre sensibilidades casi opuestas que se produjo cuando, en 1987, John Huston dio a la pantalla, poco antes de morir, su última película, una fiel y precisa, aunque libre, adaptación al lenguaje cinematográfico de la literatura de altísima pureza que hay dentro del genial y doloroso relato Los muertos, último de los 15 que componen Dublineses, segundo libro, publicado en 1914, del irlandés James Joyce.

La película se tituló aquí no como el relato, Los muertos, sino como el libro que el relato culmina, Dublineses. Es éste un título que parece más atinado despues de haber visto la película; y quienes mañana recuperen este bellísimo y complejo filme lo comprobarán. Porque el libro, todos los oscuros y afligidos dublineses vivos o muertos que lo pueblan, también calladamente pueblan la secuencia sumergida con que el filme absorbe, desde la esponja del estremecedor cuento final, el humo de las gélidas hogueras de los 14 precedentes. El filme se mueve sobre un contrapunto de círculos sin escape, trazados con continuidad litúrgica, dentro de la pasmosa e inquietante quietud que envuelve al ajetreo que hormiguea dentro de los muros de la casa de las viejas tías Kate y Julia Morkan y su sobrina Mary Jane, en la fría noche en que dan su baile anual a sus deudos y amigos, entre los que Gabriel y Gretta Conroy traen a éste fragil y triste sumidero de muertos vivos, mientras nieva y nieva sobre Irlanda, la turbada memoria de James Joyce ante el inconsolable llanto de su mujer, Nora, el día que ella le contó que cuando era una adolescente mató de amor al niño poeta Michael Furey, eje y alma escondida del relato profundo.

Es un enigma -John Huston se murió sin haber tenido tiempo de hablar de la trastienda íntima de su lectura fílmica de Dublineses- qué hizo posible una tan fácil fusión de estilos e ideas en artistas pertrechados de formas de la elocuencia tan distantes cómo las de Joyce y Huston. Por muy leal que éste fuese como lector a aquel, en un cotejo brusco, por choque de formas, de las obras de ambos salta hacia fuera la evidencia de que les separa un abismo que, en Dublineses película, se hace inexplicablemente llanura, o herida cicatrizada, y permite que confluyan las sensibilidades de dos artistas dispares, que tal vez subterráneamente no lo son tanto. La transparencia y la simplicidad del relato soñado por Huston no hace sobre el papel engranaje con la oscura alquimia del relato escrito por Joyce, por lo que el acoplamiento entre Dublineses libro y Dublineses filme tiene algo de inexplicable, de un prodigioso y raro filme islote, no presagiado por la obra precedente de Huston ni por la lectura de Joyce.

En las arterias de Dublineses filme circula tinta del tintero de Joyce, que nadie antes ni despues logró convertir en sustancia de celuloide vivo. Se estrenó hace poco en Cannes el filme de Manoel de Oliveira Vou para casa, en el que un director de cine, John Malkovich, intenta filmar a Michel Piccoli interpretando un pasaje del Ulises de Joyce. La sabia y sagaz cámara de Oliveira nos desvela indirectamente, pero sin dejar lugar a la duda, que esta es una tarea condenada al fracaso, pues no hay equivalencia cinematográfica, al menos conocida, para los escurridizos entrelineados de una forma de relato como la de Joyce, que paradójicamente sólo un artista de sensibilidad y lenguaje tan diferente a él como Huston -aunque éste se benefició de la composición más accesible y del entrelineado más benévolo con el lector de Los muertos- logró cazar en ese prodigio de Dublineses que se resucita mañana, y ojalá que su caso cunda, de entre los mil y un filmes inmortales muertos que esperan su turno.

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