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‘Star Trek’: el rescate de las democracias asediadas

La vindicación de 'Star Trek' a valores ilustrados clásicos planta cara al cinismo posmoderno y a los gruñidos neopopulistas

El elenco de 'Star Trek: la serie original', en un episodio de la tercera temporada. 
El elenco de 'Star Trek: la serie original', en un episodio de la tercera temporada. getty images
Sergio del Molino

Escribir sobre Star Trek tiene más peligro que hacerlo sobre cualquier religión: es imposible componer tres párrafos sin incurrir en varias herejías y excomuniones, así que lo más sensato (y cobarde) es avisar de que este texto no habla sobre Star Trek, sino sobre lo que puede significar el renacer de Star Trek en estos tiempos de turbulencia, ultraderecha triunfante y nacionalismos satisfechos.

He escrito renacer y ya he caído en la primera herejía. ¿Cómo va a resucitar algo que nunca ha muerto? Desde 1966, Star Trek ha sido una constante medular en la cultura pop, un fenómeno que ha ido mucho más allá de las autorreferencias trekkies y del nicho de la ciencia-ficción (nueva herejía, y dejo de contarlas: en rigor, Star Trek no es una serie de ciencia-ficción, su género es más de aventuras o de wéstern). Siempre ha habido una película y siempre ha estado en la tele. Y si bien es cierto que en los últimos años las versiones del cine tenían muy buena salud, gracias en buena medida a que J. J. Abrams ha dirigido dos largos, la esencia trekkie, la televisiva, languidecía hasta el año pasado, cuando se estrenó Discovery, la serie que ha revolucionado y puesto del revés todo el universo de Star Trek. No se producía una serie de la saga desde 2005, cuando se canceló Enterprise por bajas audiencias: hasta los más irreductibles dieron la espalda a un producto que nunca estuvo a la altura de las otras series, ni por asomo (¿herejía? Un poco, pero es que hasta la nave era cutre, parecía una lata de sardinas azulona y claustrofóbica, nada que ver con el futurismo pop, pizpireto y colorido de las naves clásicas).

Y aquí es donde quería yo llegar. El fracaso de Enterprise tal vez no fue solo una cuestión de calidad, sino de agotamiento discursivo. Star Trek había dejado de interpelarnos. La sociedad se había vuelto demasiado cínica y descreída para un relato tan idealista y naíf. En los 12 años que van de la cancelación de la penúltima Star Trek al éxito de la última, la cultura occidental le ha cogido gusto al apocalipsis. Los zombis, los planetas arrasados, las epidemias y toda suerte de negruras armagedónicas se ganaron el favor de un público al que la crisis financiera de 2008 no le había dejado tiempo ni sitio para creer en la bondad roussoniana del ser humano.

Gene Roddenberry concibió Star Trek en los años sesenta desde la fe optimista e ilustrada en el progreso. A partir de la primera secuela, The Next Generation, protagonizada por el capitán Jean-Luc Picard, abolió la noción de conflicto entre los humanos y el resto de especies de la Federación de Planetas. De hecho, el requisito fundamental para que los nuevos mundos se unan a la federación es que hayan superado cualquier forma de enfrentamiento entre ellos (ese es el argumento de fondo de una de las mejores series, Espacio profundo nueve, que transcurre en Bajor, un planeta que se postula a federarse, pero no puede porque aún tiene facciones rebeldes y restos de una guerra colonial). Por tanto, los personajes no podían pelearse entre sí, ni tener envidias, ni conspirar, ni hacerse la puñeta de ningún modo, lo que supuso un desafío creativo para los guionistas que, hasta el fiasco de Enterprise, sortearon con mucha gracia.

El presidente Donald Trump es un cardasiano; los xenófobos europeos, romulanos, y los islamistas, klingons

Estrenada en 1966, Star Trek es un producto de la Guerra Fría. Abundan los personajes secundarios con nombre ruso y las naves que se llaman Gagarin o Yang-tsé, para dibujar una humanidad hermanada donde nadie es enemigo de nadie. Desde la primera secuencia, la serie ha interpelado el aquí y el ahora, y los dilemas morales y políticos que plantea son radicalmente actuales. Por eso sonaba tan extemporánea a comienzos del siglo XXI, donde incluso los dibujos animados infantiles tienen carga paródica y hasta cínica. Las aventuras de la Flota Estelar sonaban a siglo XX y, sin embargo, han resucitado con mucha fuerza.

El éxito de la precuela Discovery, ambientada una década antes de la época de la serie original, a mediados del siglo XXIII, y protagonizada por la hermanastra del señor Spock, es solo el prólogo de un bombardeo trekkie. CBS prepara la producción de cinco nuevas series de la saga, el regreso inesperado del capitán Picard, 30 años después de The Next Generation, y varias películas. ¿Qué ha cambiado en estos pocos años? ¿Qué ha sucedido para que le quitemos el polvo a un mito de la era yeyé? No puede ser solo nostalgia ni relectura irónica, porque Star Trek va en serio: no se puede ver con distancia. O te comprometes con la misión exploratoria y civilizadora de la Flota Estelar o no hay forma de seguirla.

Creo que un mundo receptivo a la inocencia ecuménica de Star Trek es un mundo asustado que se agarra a la antigua fe ilustrada en el progreso como un corcho flotante. Que vuelva a ponerse de moda es un síntoma del desconcierto y la soledad de una parte de la sociedad, que ve cómo se agrietan algunos cimientos de la democracia y no sabe cómo repararlos ni cómo espantar a los picapedreros y dinamiteros que los están destrozando. Donald Trump es un cardasiano; los xenófobos europeos, romulanos, y los islamistas, klingons. Cualquier demócrata europeísta y estupefacto se identifica con una Federación de Planetas que parece fuerte, pero que en realidad es muy frágil y desvalida por sus propios principios humanistas. Sus escrúpulos morales hacen de ella una presa fácil para unos enemigos que no se detienen ante nada y que saben aprovecharse de su fiereza y agresividad. Pero, más allá de la identificación, es a la vez una ficción salvadora: todos los espectadores saben que la Flota Estelar vence siempre y en todo caso, y que sus principios se acaban imponiendo frente a la barbarie y el caos. Es un consuelo y una certeza que difícilmente encontrará un lector de periódicos.

No es tampoco casual que unos intelectuales llamados nuevos optimistas, encabezados por Steven Pinker, acaparen hoy una parte importante de la discusión pública. Su vindicación de los valores ilustrados clásicos frente al cinismo de la posmodernidad marida perfectamente con este espíritu trekkie. Tal vez, entre unos y otros, estén empezando el rearme de la democracia frente a los neopopulismos. O tal vez solo sean modas sin dobles lecturas, pero a algo hay que aferrarse, porque sí es cierto e indudable que los demócratas nos quedamos sin fuelle, sin voz y sin audiencia en un mundo asediado por gritos y gruñidos. No nos vendrían nada mal unos aliados que nos echen un cable, aunque sean vulcanianos.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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