Presencia de Ausencia
El 27 de noviembre de 1983 —es decir, hoy mismo hace treinta y cinco años— el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia falleció en un accidente aéreo
El 27 de noviembre de 1983 –es decir, hoy mismo hace treinta y cinco años—el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia se despidió desde el quicio de la puerta en el número 66 bis de la rue Saint Didier, corazón de París, mirando hacia arriba, donde su mujer, la pintora Joy Laville se apoyaba en el barandal enmarcado entre nubes blancas. La inmensa agente literaria Carmen Balcells y la propia Joy habían logrado convencer a Jorge para el viaje que sería el último, a invitación de Gabriel García Márquez para reencontrarse con un sinfín de amigos escritores en Bogotá. En el vuelo que salió de París con Ibargüengoitia iban también los autores Martha Traba, Ángel Rama, Manuel Scorza y en el imaginario popular mexicano siempre se añade el nombre de la actriz Fanny Cano; todos ellos, muchos más pasajeros y salvo algunos contados sobrevivientes murieron al caer el avión envuelto en llamas en un llano de Mejorada del Campo, antesala cercana a las pistas del aeropuerto Madrid-Barajas.
Jorge cumpliría noventa de edad y en este año en que su musa Joy Laville lo ha alcanzado en ese viaje que nos espera a todos, son el emocionado motivo para volver a llorar sus ausencias, pero también para subrayar su aquilatada presencia. Imagino lo que sería de nosotros, todos sus lectores conocidos y en potencia, de haber contado con todos los libros que nos quedó a deber Jorge: llevaba en la maleta una novela que quedó inédita y de haber vivido hasta la novena década de edad habría cuadriculado con ingenio, inteligencia y sarcasmo los patéticos desfiles de la política y politiquería banal y barata que nos inundaron durante los pasados años. Por imaginar un ejemplo: de haber asistido a una sola FIL de Guadalajara es probable que Ibargüengoitia sumara valiosas cuartillas apuntando con ironía el tedio anual de los discursos políticos que estorban la inauguración (donde los asistentes, casi en su mayoría, solo esperan que hable el escritor galardonado con el Premio Juan Rulfo (que de un tiempo necio a la fecha se llama de manera diferente) y de eso creo que también se mofaría Jorge y lanzaría elegías por las cantinas o bares de madrugada que poco a poco han ido cerrando sus puertas, sin considerar que eran salones alternativos a los de las presentaciones de libros o escribiría sobre las conmovedoras filas de la FIL donde no faltan lectores que jamás han leído al autor a quien están a punto de pedirle una firma o sobre el ya próximo debate cultural en torno al estrellato espectacular de las edecanes en un mundo donde se supone que ya no hay que promover el escote y la minifalda como atractivo mercadotécnico o bien, la ansiosa espera de que el mundo editorial incorpore bellezas transexuales (como en los concursos de belleza) o quizá escribiría sobre el mariachi que nunca falta en el reventón de alguno de los stands o la desvergonzada resurrección de algún apestado de hace un lustro o el perdón de la pequeña república de las letras a los plagiarios que ya volvieron a los reflectores o ¿qué tal si Ibargüengoitia en fantasma se animara a publicar una rancia diatriba contra el fango tipo Harvey Weinstein que tanto ha salpicado a la ronda de los dictámenes, premios, becas, presentaciones, reimpresiones y demás callejones machistas del mundillo editorial?
Sobre todos los sueños, jamás olvidará la FIL el petardo con el que estalló en público la crónica de una imbecilidad anunciada, el nefando día en que un candidato a la Presidencia de México no supo murmurar con mínima inteligencia el inmenso dilema de intentar inventar los títulos de tres libros que ya nadie duda que jamás ha leído, el mismo que lleva meses desaparecido, esfumado e impune, en una penosa ausencia sin precedentes que contrasta notablemente con la incandescente presencia de los autores que seguirán llenando de párrafos la FIL de todos los años. Entre todos ellos, Jorge que vuela casi todos los días en vuelos de eternidad entre nubes, ahora acompañado, leyendo desde los aires la ridícula comedia de los minúsculos y escribiendo en sus libretas la crónica de su grandeza, el párrafo en gerundio de una nueva novela, la trama del cuento donde él mismo se ríe de las presentaciones acartonadas, los ponentes que chillan en público, el presentador que olvidó leer el libro que presenta, las preguntas como ensayos de los lectores que viajan a la FIL para fardar sus propias trayectorias o la crónica diaria del sabroso devenir del mundo de las letras donde cada año surge una nueva novela que hipnotiza, una joven poeta que levita, un cuentista insólito o el esperanzado editor que apenas abre las alas con el primer título de un sello que lleva en tinta toda la ilusión confirmada de que los escritores de veras son nada más y nada menos que inmortales.
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