La vida, no tan secreta, de las palabras y de los lexicógrafos que hurgan en ellas
La lengua es una materia viva y un diccionario está sometido a permanentes correcciones pues queda inactual tan pronto como se publica
Desde el origen de los tiempos la palabra forma parte esencial del universo. En el Génesis lo primero que hace Dios tras crear el mundo es dar nombre a las cosas, y San Juan nos recuerda que el logos forma parte de la creación misma. Por eso no sorprende la ingente cantidad de ensayos que cada año se dedican a discurrir sobre ellas, las palabras, en medio de un agitado torneo dialéctico plagado de escaramuzas, reflexiones, hipótesis y verificaciones. El último que he leído al respecto es una traducción no muy brillante de la memoria profesional de Kory Stamper, lexicógrafa con 20 años de oficio en la editorial americana Merriam-Webster, la más antigua de su país dedicada a la elaboración de diccionarios. Kory describe la esforzada tarea de sus colegas lexicógrafos, su tortuosa relación con los vocablos y su entusiasmo vocacional por un trabajo anónimo, mal retribuido y dedicado a la misteriosa tarea de redactar definiciones. Tan misteriosa que uno de ellos confiesa que siendo niño pensaba en los lugares donde se deciden estas cosas como “pasillos oscuros llenos de gente enfadada”. Lo primero puede ser verdad, lo segundo en absoluto, que yo sepa.
No conozco ninguna obra parecida a la de Stamper, escrita en elogio y reconocimiento de los profesionales de la lexicografía, y mucho menos con el sentido del humor, la moderada desvergüenza y el cariño hacia su oficio que ella demuestra. Son sin embargo muchos los libros dedicados a explicar, interpretar, analizar o pespuntear palabras, tema apasionante para el común de las gentes, hasta el punto de que los concursos de mayor fama y más perdurables en las televisiones y radios de todo el mundo tienen que ver con el dominio del lenguaje. Me vienen a la memoria trabajos de ilustres profesores como José Antonio Pascual (No es lo mismo ostentoso que ostentóreo), o Juan Gil (La ocasión la pintan calva); y también el relato de Juan José Millás sobre El orden alfabético. Artículos en prensa acerca de cuestiones gramaticales o lingüísticas cosechan igualmente considerable éxito. En este mismo periódico se publicó en forma de folletón El dardo en la palabra, de Lázaro Carreter; Álex Grijelmo nos regocija semanalmente sobre idénticas materias y la pluma de Pedro Álvarez de Miranda, director de la última edición del diccionario de la Academia, acude a puntualizar dudas y comentar excesos, en un mundo soliviantado por las demandas del lenguaje inclusivo y que se espanta ante la mariconez.
La lengua es una materia viva y un diccionario está sometido a permanentes correcciones pues queda inactual tan pronto como se publica
Son más escasos los libros sobre diccionarios, como no sean tesis universitarias de circulación restringida, aunque Víctor García de la Concha, en su Vida e historia de la RAE, describe con precisión los avatares y conflictos en torno a la redacción del de Autoridades, que vio la luz hace casi 300 años. Pero repito que hasta ahora no conocía ninguna narración destinada al gran público que contara los intríngulis de la moderna fabricación de ese tipo de libros de referencia, una industria en declive en su versión de papel, pero exultante de vitalidad en el entorno digital. Vale la pena, no obstante, mencionar la moderada excepción de La épica del diccionario, del profesor de la Universidad de Málaga Francisco M. Carriscondo Esquivel. Aunque se centra en lo que él llama héroes de la lexicografía del siglo XVIII, aprovecha para contar anécdotas y opiniones sobre la profesión lexicográfica en nuestros días pues “no es de extrañar que haya gente que piense que el lexicógrafo está afectado por alguna patología”. Se refiere a la exigencia de soledad y silencio que su tarea implica, y lo especialmente importante que es en ella no tener que luchar contra el tiempo además de contra las palabras. Stamper comentó en una ocasión con sus compañeros que había quedado exhausta tras un mes “de labor editorial ininterrumpida” para poner a punto el vocablo take (tomar). Peter Gilliger, lexicógrafo del Oxford English Dictionary, el mejor entre los de su especie, confesó entonces que a él le había llevado nueve meses la revisión de run (correr). Queda claro que él no corrió para nada en esa ocasión, y es que no es aconsejable precipitarse en el oficio de definir. En realidad, en casi ningún oficio.
La primera vez que me topé personalmente con un lexicógrafo en plena tarea fue en los años setenta cuando visité a Antonio Tovar en su casa de Madrid, una vez que regresó de su estancia como catedrático en Tubinga. Yo mantenía con él de antaño una relación intensa y una correspondencia abundante, debido entre otras cosas a que nos unían indirectos lazos familiares, pero sobre todo a la admiración y curiosidad que siempre tuve por su periplo vital, marcado por una inquebrantable honestidad. Me recibió tan sonriente y amable como siempre, con su aspecto dubitativo de sabio despistado, aunque jamás he conocido a nadie con mejor sentido de la orientación. Se dirigió a mí como pensando en otras cosas, absorto en temas diferentes a los que yo le planteaba, hasta que se disculpó por esa aparente ausencia anímica: llevaba días encerrado con una palabra descubierta en una inscripción paleográfica cuyo significado no lograba descifrar. Lamento no haber tomado nota de la misma, pero recuerdo vivamente la impresión que me causó que un sabio de sus características, experimentado también en el vértigo de la política, dedicara horas, días y hasta semanas a pelearse con un sustantivo. A partir de ahí es fácil comprender lo que Kory Stamper considera el anhelo secreto de todo lexicógrafo: “…pasar todo el día sola, sentada en un cubículo, pensando sobre las palabras y sin hablar con nadie”.
Los lexicógrafos de la RAE son empero más comunicativos, o a mí me lo parecen, y desdicen la fama de huraños que algunos atribuyen a sus colegas. Quizá sea porque desde hora temprana la Academia optó por el método colegiado, según explica Carriscondo. Dicho sistema se ha ido además mejorando con el paso del tiempo. Frente a la soledad del definidor profesional atormentado por la búsqueda, en la casona de Felipe IV priman la discusión y el diálogo: entre los lexicógrafos primero, navegantes de los cientos de millones de registros léxicos del Corpes del español del siglo XXI, mantenido y enriquecido gracias al impulso del profesor Guillermo Rojo; entre lexicógrafos y académicos después, antes de que estos decidan de forma soberana lo que ha de publicarse; por último las definiciones se someten a un debate panhispánico, y son consensuadas con las academias de América y las de Filipinas y Guinea Ecuatorial.
La vida de los diccionarios se asemeja por lo demás a la historia interminable. Kory Stamper no cesa de recordarnos que la lengua es una materia viva y un diccionario está sometido a permanentes correcciones pues queda inactual tan pronto como se publica. O sea que no hay descanso y quizá eso explique que, según Álvarez de Miranda, un lexicógrafo sea “un ser inficionado por un virus que le mueve a ejercer como tal las 24 horas del día”.
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Autor: Kory Stamper (traducción de Martín Schifino).
Editorial: Capitán Swing (2018).
Formato: tapa blanda (312 páginas).
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