Combatiente hasta el final
Eduardo Arroyo disponía de muchos frentes abiertos, empezando por la dictadura franquista
Son muchos los Arroyo que hay en Eduardo Arroyo. Gustó mucho del disfraz, de presentarse, de ocultarse tal vez, bajo el ropaje de personajes diversos, más bien ficticios o legendarios. De ello hemos de ser conscientes, si de verdad queremos entenderlo, cuando escogemos tal o cual faceta de su vida, sea el pintor, el escultor, el escritor, el escenógrafo, a los que se superponen el crítico mordaz o el fustigador de los males de la patria… entre los muchos otros que se le pueden reconocer. Arroyo ha sido todos los personajes a la vez y la pena, la única pena, es que hoy estemos forzados a referirnos a ellos en pasado.
Una pasión atraviesa todo el hacer de Arroyo: “Lo que yo he hecho ha sido ocuparme de política”, confesó en la entrevista que le hice por estas fechas el año pasado en ctxt.es. Entendida como el combate permanente contra esto y aquello, disponía de muchos frentes abiertos. Empezando por el más inmediato, la dictadura franquista y sus tristes secuelas cotidianas, la mediocridad y la arbitrariedad, cuando no la brutalidad represora. De ahí su exilio voluntario y su arraigo en París, donde se hizo pintor figurativo en un nuevo combate implacable esta vez contra la abstracción y el legado, más bien dictatorial solía decir, de Duchamp. En mayo del 68 se hizo pintor revolucionario profesional, pintor de carteles y de obras colectivas, colectivistas incluso, con las que él y su tribu pretendían hacer saltar el sistema o cambiar el mundo, palabras mayores, proyectos ciclópeos para tan escasa munición.
De todo aquello quedó una cierta visión de España en escorzo, desconfiada, negativa, aún después de la vuelta definitiva en 1982, con el sistema democrático asentado y cuando empezaba a disfrutar de un cierto reconocimiento público. Desde entonces, Arroyo organizó su vida profesional y artística en un hábitat europeo disperso, repartido entre Francia, Italia y España, aquí mismo en territorios diferentes.
Lo dijo Jorge Semprún, otro exiliado que nunca se reintegró definitivamente a la tierra originaria, “el ser y el estar de Eduardo Arroyo… se afincan para siempre en el exilio”. Esta condición común y las afinidades políticas e intelectuales soldaron una amistad permanente que se tradujo en alguna colaboración artística. Una de las mejores piezas dramáticas de Semprún, de título brechtiano, Bleiche Mutter, zarte Schwester (Madre pálida, tierna hermana), fue estrenada en 1995 en Weimar con escenografía de Arroyo y la dirección artística de Klaus M. Grüber, partenaire único del pintor en toda su abundante actividad teatral u operística conjunta. La obra de Semprún se publicaría más tarde en Francia en 1998 con el título Le retour de Carola Neher (esperemos que pronto aparezca en español).
Cuando murió Semprún no se pudo cumplir plenamente su deseo de ser enterrado en Biriatou, el pueblecito fronterizo francés que se asoma sobre el Bidasoa a las tierras vascas y navarras de España. Sus amigos y familiares idearon un homenaje póstumo en tan simbólica plaza. Arroyo regaló a su amigo y a todos los que quieran recordar al escritor hispano-francés la estela con su retrato en piedra granítica que perpetúa su memoria y da fe de la sólida amistad que unió a ambos.
Muchos de los combates entablados por Arroyo fueron perdiendo virulencia con el discurrir de los años. Incluso “el paraíso de las moscas” que, según Arroyo, venía siendo España desde el fondo oscuro de su historia —y hay que ver cómo llenó superficies enormes con tan molesto insecto— estaba quedando atrás, a medida que el país se transformaba. Por otro lado, su diversa producción artística se abrió a nuevos temas. A su juicio, se volvió más misteriosa, acaso críptica en la multiplicidad de sus mensajes. Arroyo ha sostenido un combate permanente a favor de una pintura total que dé cuenta y sintetice la realidad física y hasta metafísica, con sus dosis de admiración, parodia o ironía, igual de ambiciosa que la producida con la ilusión de cambiar mundos o derruir sistemas.
Un mismo reto ha tenido presente siempre, activo hasta el final de sus días, cómo será el próximo cuadro. Arroyo ha sido consciente de que ese combate individual se pierde siempre, generalmente a los puntos, a semejanza de los que protagonizan sus púgiles admirados. “Del cuadro vuelvo siempre derrotado”, declaraba con sinceridad. Pero no por eso ha dejado de levantarse, de intentarlo una y otra vez, a despecho las adversidades de la edad o de los desánimos del vivir.
Ahora reposará en su tierra ancestral de La Ciana (León), pero sus trofeos, después de tantas batallas, seguirán poblando nuestras mentes y nuestros museos. Sin ir más lejos, una muestra de su escultura —que no pudo inaugurar— sigue expuesta en el Torreón de Lozoya de Segovia.
Babelia
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