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Crítica | The rider
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

¿Acaso no matan a los caballos?

Metafórica, sensible en sus métodos formales y fascinante en su interior, la película acude en su parte final a un simbolismo quizá un tanto subrayado

Javier Ocaña
Brady Jandreau, en 'The Rider'.
Brady Jandreau, en 'The Rider'.

“El viejo Buck ha sido uno de los mejores en este condenado oficio”, decía Robert Mitchum en Hombres errantes (Nicholas Ray, 1952), en la piel de un veterano vaquero, y en referencia a un viejo compañero lisiado, que acababa de mostrar una pierna deformada por nueve fracturas de tibia, cinco de rodilla y cuatro de tobillo. Y apostillaba: “Era el mejor hasta que un potro le machacó los sesos”.

THE RIDER

Dirección: Chloé Zhao.

Intérpretes: Brady Jandreau, Tim Jandreau, Lilly Jandreau, Cat Clifford.

Género: drama. EE UU, 2017.

Duración: 104 minutos.

La película de Ray, considerada en Estados Unidos como la mejor historia sobre el universo de los rodeos, a pesar de notables aportaciones posteriores como Junior Bonner (1972) y Dallas Buyers Club (2013), tiene desde ahora una firme competidora en la excelente The rider, sorprendente docudrama con apariencia de ficción, basado en una historia real, e interpretado por actores no profesionales que, en la mayoría de los casos, están haciendo de sí mismos. Una obra de un rotundo lirismo, protagonizada, como aquel viejo personaje de la película de Ray, por un joven cowboy al que una patada en una caída le ha dejado con una placa metálica en el cerebro.

Acompañada de una envolvente banda sonora de notas repetidas hasta la saciedad, y en contraste tanto con las clásicas aportaciones country como con un par de estallidos sonoros de rock, The rider se mueve bien entre el elogio de la naturaleza y la tradición, y la necesaria crítica a los aspectos más turbios de los rodeos, sobre todo a las secuelas mentales, más que las físicas. Y el mérito es de la directora y escritora Chloé Zhao, que, en su segundo largometraje, presenta a un grupo de jóvenes cortos de inteligencia, parias sociales en una América tradicional en proceso de derribo, adictos a la adrenalina del peligro y a una gloria incierta y, en todo caso, efímera, a los que, sin embargo, no deja de arropar y comprender en todo momento.

Metafórica, sensible en sus métodos formales y fascinante en su interior, la película acude en su parte final a un simbolismo quizá un tanto subrayado por su innecesaria verbalización, pero tan real como eficaz. Porque, además, entronca con una novela y una película maravillosas: ¿Acaso no matan a los caballos? y Danzad, danzad, malditos. El terrible mundo de unos seres humanos capaces de domar a los animales salvajes, pero incapaces de domar a la vida, demasiadas veces mucho más peligrosa y traicionera.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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