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¿QUIÉN REGARÁ LAS PLANTAS?
Columna
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Nichos

Les pido a mis herederos que por favor me incineren, metan mis cenizas en una bolsita de papel, nada de urnas, y vacíen su contenido en la ría del Nervión

Eva Vázquez

Esta semana tuve una epifanía mientras estaba en la playa charlando por teléfono con una amiga. Me di cuenta de que no nos morimos una vez, sino dos. La primera es la que tiene lugar cuando se para el corazón y la segunda, en la que yo no había caído, es la que ocurre cuando nuestros descendientes dejan de pagar la cuota de nuestra tumba o de nuestro nicho.

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A principios de este verano, mi amiga Sara se fue a pasar unos días al pueblo de su familia. El plan inicial para el fin de semana era ir a bañarse a un lago, comprar albaricoques en el mercado y echarse la siesta debajo de la higuera del jardín. Sin embargo, desde que Sara aparcó el coche en la puerta de su casa labriega, no pararon de asaltarle vecinos que le decían que tenía que ir corriendo, “¡ya mismo!”, a hablar con el sacerdote, que en el cementerio había una excavadora abriendo la tumba de sus padres y de sus abuelos porque aquella semana habían vencido los derechos de sepultura. Mi amiga, agobiada, tuvo que cancelar albaricoques, lagos e higueras y dedicar sus días de asueto a recaudar dinero entre sus tíos y entre sus hermanos, a hablar con el cura del pueblo y a pedirle que por favor no mandara los restos de sus familiares al osario.

Nada más colgar el teléfono, me imaginé mi propio nicho abierto y a mi hijo, que ahora es un bebé de ocho meses y medio, pero que en mi recreación tendría unos cincuenta y seis años, decidiendo si pagar o no el mantenimiento de mi sepultura. Un rato después me pregunté: ¿A cuántos antepasados estaré yo dispuesta a mantener?

Este miércoles, cuando todavía seguía dándole vueltas a la imagen de mi nicho abierto, leí un artículo de hace unas semanas en The Guardian que decía que la gentrificación había llegado a los cementerios de Nueva York. En Queens, el censo de enterrados ya es más del doble que el de los vivos y en el cementerio de Green-Wood, en Brooklyn, la tumba más sencilla, para tres cuerpos, cuesta 19.000 dólares. Debido a la escasez y al alza de los precios de las parcelas de los camposantos, muchos de sus propietarios las están poniendo a la venta en Craigslist, una página de anuncios clasificados.

Intrigada por la situación de este mercado en nuestro país, hice una pequeña investigación y encontré varias tumbas de segunda mano a la venta en la web milanuncios. En esta página de clasificados, la parcela más barata costaba 2.000 euros y estaba en Piedralaves, Ávila, al sur de la sierra de Gredos. Su dueño decía que estaba sin estrenar, pero vete tú a saber. Tenía diez metros cuadrados y, según vi en la foto, estaba cerca de varias casas de piedra y de un bosque de coníferas. En Madrid los precios eran mucho más elevados, las tumbas a la venta rondaban los 12.000 euros y las más cotizadas estaban en la Sacramental de San Justo o en una buena ubicación, junto al aparcamiento, en el cementerio de la Almudena.

En los anuncios de sepulturas españolas no encontré demasiados detalles sobre las motivaciones de los vendedores, como mucho un escueto “Urge” dando a entender que los dueños sufren estrecheces económicas. En los clasificados estadounidenses, algunos propietarios de Nueva York o de Nueva Inglaterra ponían como excusa que vendían sus tumbas y sus nichos porque se mudaban a Florida y ya no los iban a necesitar más; nadie admitía querer hacer negocio desenterrando a sus padres o a sus abuelos. En este país también vi que los anunciantes dedicaban más palabras a describir el entorno de la sepultura: arroyos susurrantes, árboles altos y frondosos, lugar tranquilo con banco junto a mausoleo… para alimentar las fantasías del posible comprador.

Después de pasar varios días pensando en tumbas, he decidido que, cuando yo me muera, quiero ponérselo fácil a mis descendientes. Les pido a mis herederos que por favor me incineren, metan mis cenizas en una bolsita de papel, nada de urnas, y vacíen su contenido en la ría del Nervión, que aunque no sea muy bonita ni tenga el agua especialmente limpia, está en la ciudad donde nací.

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