Agua quieta
En la tarde de ola de calor en la que escribo con las contraventanas de mi casa cerradas para protegerme del sol, tengo la fantasía de colarme en todas las piscinas privadas de la capital
Ahora que media ciudad de Madrid está de vacaciones, en la tarde de ola de calor en la que escribo con las contraventanas de mi casa cerradas para protegerme del sol, tengo la fantasía de colarme en todas las piscinas privadas de la capital. En el distrito centro las temperaturas son demasiado elevadas para pasear con mi hijo cuando se despierta de la siesta y no puedo dejar de pensar en el agua, quieta y fresca, que descansa ahora mismo en los jardines de los chalets vacíos de las urbanizaciones de las afueras.
Todas mis piscinas madrileñas o han emigrado o han muerto. Mi amiga Bea se fue a vivir con la suya a Suecia y la otra, la que más recuerdo, la que estaba en el jardín de la casa de mis abuelos maternos, falleció con ellos, porque como dice el escritor Manuel Vilas en Ordesa, “las ciudades también se marchan con los que se marchan”. Hoy me pregunto si este verano mi hijo y yo conseguiremos hacernos con, por lo menos, una alberca o si tendremos que conformarnos, igual que otros miles de bañistas huérfanos, con la abarrotadísima y muy clorada piscina municipal; siempre llena, incluso cuando el resto de la ciudad está desierta.
Fantaseo con que el bebé y yo vamos en metro hasta Moncloa, nos subimos en el autobús 658 y nos bajamos en la puerta de la urbanización Somosaguas dispuestos a convertirnos en una versión alegre y abstemia de aquel famoso personaje del cuento de John Cheever que nadaba de piscina en piscina cruzando varios jardines de un suburbio americano. De niña alguna vez lo hice. Tenía una amiga del colegio que vivía en Chamartín y, cuando me quedaba a dormir en su casa en verano, bajábamos al jardín después de la cena a saltar por encima del seto que nos separaba de la piscina comunitaria del edificio de al lado. Nos tirábamos de cabeza al agua, salíamos deprisa a la superficie y atravesábamos chorreantes la valla hasta la siguiente piscina en el siguiente jardín. Cuando terminábamos de recorrer la manzana a nado, volvíamos andando, felices y empapadas, por la calle hasta su casa. Si fuera una niña o una adolescente no dudaría en repetir esta aventura, pero ahora que soy madre no puedo saltar alambradas con el bebé y con el carrito. También me asusta la seguridad privada de la urbanización, ¿y si nos descubre un guarda y tengo que darme a la fuga con la silla de paseo y con el niño?
Lorena, la mujer costarricense que a veces nos ayuda a mi marido y a mí con la limpieza y con el bebé, apareció el lunes en casa con el escote achicharrado por el sol. Le pregunté si había ido a la piscina durante el fin de semana; mi intención era tratar de descubrir algún lugar cercano al que poder ir a remojarme con el niño, pero su respuesta me sorprendió. Me contó que su prima y ella habían viajado, ida y vuelta en el día, en autobús hasta Alicante. Imaginé ese autobús a la playa repleto de gente como yo, hombres y mujeres hartos de pasar los fines de semana en la penumbra de sus casas madrileñas con las contraventanas cerradas. Gente a la que tampoco le gustaría el agua muy clorada de la piscina municipal y que no se atrevería a saltar las vallas que rodean los chalets vacíos de las afueras para darse un chapuzón en sus piscinas de agua quieta y fresca.
A veces pienso en mi infancia y luego en la de mi hijo. Me da pena no poder ofrecerle al bebé un Madrid con piscina como el que tuve yo. En esta tarde de primeros de agosto, lo único que se me ocurre es escuchar The Swimming Song de Loudon Wainwright III mientras meto al niño en la bañera. Cuando estaba embarazada, le cantaba a menudo esta canción al bebé; creía que le gustaría, porque lo único que hacen los fetos en el vientre materno es nadar. Dentro de unos días me iré de vacaciones a la playa con mi familia; me tranquiliza pensar que, aunque en su primer agosto mi hijo no pueda bañarse en ninguna piscina, se rebozará en la arena y mojará sus pies en el mar.
Babelia
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