Aquí hace frío
No tengo el humor de nada parecido, no puedo fingir bienestar. El sol no alcanza a atravesar la humedad helada de agosto en Buenos Aires
Me despierto y lo primero, desde hace meses, es manotear el teléfono o el control remoto de la televisión para saber a cuánto está. Dicen que es dañino abrir los ojos y enfrentarlos a una pantalla; que debería desayunar yogur y granola al sol, acariciar a mi gata, usar la cafetera italiana. No tengo el humor de nada parecido, no puedo fingir bienestar. Hace frío, el sol no alcanza a atravesar la humedad helada de agosto en Buenos Aires y lo que quiero saber a cuánto está es el dólar. Es una tara nacional intraducible para la mayoría del globo pero aquí cuando sube el dólar y sube la inflación de manera galopante -eso está pasando ahora, aunque algunos calificarían la subida de "trote"- significa que se avecina una crisis, otra más, y no estoy preparada para otra crisis. Se trata simplemente de desgaste de materiales: crecí con la crisis de 1982, mi padre despedido del trabajo, la guerra de Malvinas, mi madre tratando de compatibilizar un empleo precario con su depresión; atravesé la hiperinflación de 1989 con cortes de energía programados, una adolescencia a oscuras, escuchando casetes en equipos con baterías que se agotaban, iluminada con velas en las escaleras de los edificios. Vi exiliarse a mis amigos y el horrible final de los años 90 lo pasé en casa de mi madre, en los suburbios de Buenos Aires, bebiendo cerveza en la cocina, sola, por la noche. En 2001, el olor de los gases lacrimógenos llegaba a mi lugar de trabajo y trabajé por dólares de cualquier cosa: hasta fingí ser traductora de italiano para un documentalista que había venido a registrar la crisis. Los 2000 tuvieron sobresaltos y malhumores pero la debacle que se avecina me paraliza en la cama, ni bien despierto cada mañana: el noticiero dice que el dólar está a 29 pesos. Mañana estará a 30. Solo queda esperar algún anuncio que detone la catástrofe. Alguna renuncia. Algún anuncio de default. Ya viví todo esto. El déjà vu es insoportable. Oscilo entre congratularme de mi resiliencia y compadecerme por mi destino sudamericano, todo al mismo tiempo; como soy una sudamericana criada en una familia de izquierda, también siento culpa porque obviamente hay países del continente que la pasan peor que nosotros y entonces me arranca de la cama un grado mínimo de optimismo.
La angustia de esperar el desastre es una sensación repulsiva de tan familiar. Los anuncios del desastre, además, se suelen dar a la mañana. Cualquier desastre, no solo el económico. Fue por la mañana el ataque a la Torres Gemelas. Recuerdo que mi madre entró en mi habitación y preguntó: "Hija, ¿el World Trade Center es lo mismo que las Torres Gemelas?". Sí, le dije, medio dormida, pensando qué le entró a esta mujer ahora. "Bueno, encendé el televisor", me ordenó. Mi marido también entró a mi habitación una mañana para anunciar que había muerto David Bowie, a quien lloré como a un ser querido. Fue de mañana el atentado terrorista a la mutual judía AMIA que dejó 85 muertos en Buenos Aires: todavía recuerdo a los socorristas ensangrentados. No sé qué espero ahora porque nada así pasará, creo: este desastre no será una explosión, eso dice mi experiencia de persona traumatizada. Pero de todas maneras espero el estallido, el botón de resetear: es mejor que la tensión de los pequeños derrumbes.
Babelia
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