El ejército anónimo del patrimonio
Un recorrido a vista de pájaro por algunos de los más espectaculares bienes en peligro de la Lista Roja de Hispania Nostra da voz al creciente activismo en defensa del legado cultural
Mucha gente del pueblo cree que la cosa no tiene arreglo, pero Pedro Pablo Correas, uno de los dos panaderos de Villalgordo del Júcar, un municipio de 1.125 habitantes en la provincia de Albacete, nunca ha bajado los brazos. Ni cuando presidía la asociación de Amigos del Palacio Gosálvez, ni ahora, con la agrupación ya disuelta, cuando alguien tiene que acompañar a los periodistas hasta lo que queda del imponente edificio de principios del siglo XX. Mezcla de estilo versallesco y de art déco, se viene abajo desde que sus dueños lo abandonaron a finales de los años ochenta y comenzó el expolio y el vandalismo. “Cuidado, no entréis, no vaya a haber una desgracia”, grita a los insensatos que tratan de colarse por la ventana de un comedor.
Este palacio, declarado en 1993 Bien de Interés Cultural (BIC) en la categoría de Monumento, forma parte de los más de 600 inmuebles de la Lista Roja de Patrimonio de la asociación Hispania Nostra, un catálogo de pedazos de cultura que corren grave riesgo de desaparecer. “El patrimonio es el testigo material de lo que somos como pueblo, de lo que somos como sociedad. Y su estado actual también lo refleja”, asegura Víctor Antona, del comité científico de la asociación. Y añade sobre la Lista Roja, creada en 2007: “Es el instrumento para fomentar la participación de la sociedad en la defensa de ese patrimonio”.
Pese a las críticas por parte de las administraciones de falta de rigor y de ser un auténtico batiburrillo en el que conviven joyas con piezas sin apenas valor, lo cierto es que se trata de un formidable altavoz para ese ejército anónimo de particulares que, solos o reunidos en asociaciones, han ido descubriendo y señalando cada una de esas piezas que se resisten a dejar morir.
Son el especialista y el paseante interesado, pero también son el panadero de Villalgordo. Y el agricultor y el ganadero de Sebúlcor, en Segovia, que tratan de salvar lo poco que queda del convento del siglo XIII en un espectacular paraje de las Hoces del río Durantón. Y también son el empresario de éxito de Los Yébenes (Toledo) y el joven lugareño que se convirtió en arqueólogo, que tratan de poner en valor el imponente castillo medieval de Guadalerzas. Hablan de identidad, de defender su memoria, pero también de su futuro, con ese turismo cultural que todos anhelan como motor económico y, en algunos sitios, como antídoto contra la despoblación.
Entre unos y otros, el hecho es que cada vez son más los activistas del patrimonio, reflejo de un creciente interés por el legado material cultural que constatan asociaciones, expertos y administraciones. La clave, coinciden, en que, poco a poco, se ha dejado de ver únicamente desde un punto de vista artístico e histórico para abrazar lo antropológico y lo social. Es decir, que el palacio, el castillo o el viejo convento no son solo importantes por estar construidos de una determinada manera o porque por allí pasaran Isabel al Católica o Felipe II (en el caso del Convento de la Hoz en el Durantón) o porque fuera usado por las órdenes de Calatrava, del Temple y la de San Juan (Guadalerzas), sino porque nos dicen mucho acerca de quiénes somos ahora mismo y de quienes podemos llegar a ser. Son algo así como “una conexión con el pasado, que nos conecta con el presente y podemos proyectarlo hacia el futuro”, resume el director general de Patrimonio Cultural de la Junta de Castilla y León, Enrique Saiz Martín.
Esa forma actual de ver el patrimonio tiene que ver “con el sentimiento de pertenencia, de comunidad, con la cohesión social”, pero también con “el desarrollo sostenible, es decir, con cuidar los recursos existentes, no destruirlos, no malgastarlos”, explica por teléfono el profesor de la Universidad de Uppsala, en Suecia, Christer Gustafsson, experto en conservación que ha participado en grupos de trabajo de Naciones Unidas y de la Comisión Europea.
“A la gente le da mucha pena, porque realmente se tiene muy buen recuerdo de los Gosálvez; les dieron trabajo a nuestros padres y a nuestros abuelos”, explica Correas sobre aquella familia que aterrizó en La Mancha a mediados del siglo XIX y levantó en la orilla del Júcar un auténtico imperio comercial que incluía una papelera, fábricas de conservas, de bebidas alcohólicas, de harinas, de hilados… “Pero es que cuesta mucho dinero arreglarlo”, dice señalando los desperfectos: la cubierta está en los huesos, las escaleras y buena parte del suelo de madera, desaparecidos… “Lo compraron para hacer unos salones de banquete, pero llegó la crisis…”.
La recesión ha hecho mucho daño a la inversión privada y también a la pública. Entre 2009 y 2016, el gasto del Estado, las autonomías y los Ayuntamientos en patrimonio se redujo un 46%, de 1.356 millones a 720 millones, según los cálculos hechos por este diario a partir de las estadísticas del Ministerio de Cultura. Los presupuestos para conservación, siempre exiguos, tienen que buscar a duras penas su espacio entre urgencias irrenunciables como los hospitales, las prestaciones sociales, los colegios y las carreteras, por más que los expertos insistan en la rentabilidad de las inversiones en este campo; según estudios hechos por el profesor Economía Política de la Complutense Juan Martín Fernández —eso sí, antes de la crisis, insiste—, tiene unos retornos que van de cinco a 20 euros por cada euro invertido.
Y, además, esa pelea se topa con la extendida idea de que, por mucho que mane el dinero, nunca será suficiente en un país con la gigantesca riqueza de España: es el tercero del mundo con más espacios protegidos por la Unesco (son 47 sitios Patrimonio de la Humanidad con la inclusión hace solo unas semanas de Medina Azahara), tiene más de 17.000 inmuebles Bien de Interés Cultural y otras 110.000 piezas inscritas en el Inventario General de Bienes muebles. Eso, sin contar con las distintas protecciones que otorgan las comunidades (en Andalucía, entre unas y otras, suman unas 24.000 inmuebles; Castilla y Leon tiene 23.000 yacimientos arqueológicos) y los Ayuntamientos: el de Madrid, por ejemplo, tiene 12.000 edificios con algún nivel de protección.
“Es imposible, con los medios que hay, hacer frente a un estado de conservación íntegro y perfecto en todos los bienes”, admite un portavoz del Ministerio de Cultura. Sobre todo, añade, cuando la conservación no deja de extenderse a nuevos espacios como, por ejemplo, al patrimonio industrial o el agrícola.
Un ejemplo de este último es la hacienda olivarera de La Mejorada Baja, en la provincia de Sevilla. Levantada en torno al siglo XVIII, está considerado por el Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico como "uno de los más espectaculares edificios de la arquitectura agrícola” de la comunidad. Sin embargo, su patio, su zona residencial, su antigua fábrica y su gran corral se desmoronan día a día pese a la petición no respondida hecha por el Consistorio de Los Palacios y Villafranca de declararlo BIC. Una portavoz de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía responde sobre esta situación que la hacienda es de propiedad privada; este periódico ha intentado, sin éxito, recabar la opinión de la familia propietaria.
De hecho, gran parte del patrimonio cultural español es de titularidad privada (incluida la Iglesia), lo cual añade complejidad a los esfuerzos de conservación. Se trata, sobre todo, de miles de personas que han recibido como herencia —tal vez partida en numerosos pedazos entre hijos, nietos, sobrinos— “una especie de maldición, por un lado, porque se encuentran con la imposibilidad de mantenerlo, aunque también sea un beneficio magnífico”, insiste Javier Bahamonde Santiso de Ossorio, presidente de la Fundación de Casas Históricas y Singulares. Esta asociación intenta agrupar a los propietarios, asesorarles y hacer presión para conseguir distintos objetivos, entre otros, que la exención del Impuesto de Bienes Inmuebles (que solo se aplica en algunos casos) sea para todos los BIC y que además se les exima de pagar las licencias de obras de mejora. Asimismo, abogan para que la obligación de abrir al público todos estos bienes se estudie caso a caso; muchos son residencias habituales y hay alternativas estupendas como las visitas virtuales, asegura Bahamonde.
Admite que, en los límites de la propiedad privada y el derecho social a la conservación del patrimonio, las relaciones entre ayuntamientos, asociaciones y los dueños de los bienes no siempre son fáciles. Pero a veces se crean alianzas, como en el caso del convento de Nuestra Señora de los Ángeles de la Hoz, en Segovia. Allí, los dueños (que también han rehusado participar en este reportaje) están a punto de firmar un convenio de cesión de las ruinas al Ayuntamiento de Sebúlcor durante varias décadas (la duración exacta está aún por decidir) para facilitar su recuperación. La idea es conseguir dinero para consolidar lo que queda en pie (la fachada sur, con tres arcos, y las ventanas de las celdas de los monjes, así como los restos de otras dependencias) y evitar así su completa desaparición, además de construir un acceso, explica José Antonio Martín Criado, ganadero y resinero de 56 años y miembro de la asociación de Amigos del Convento de la Hoz.
Pero lo cierto es que la titularidad pública tampoco garantiza la buena conservación, según la Lista de Roja, que mantiene en su nómina el yacimiento de Acinipo, cerca de Ronda, en la provincia de Málaga. Se trata de los restos de una ciudad romana que vivió una época de esplendor en torno al siglo I antes de Cristo, en la que se acuñó moneda y que conserva gran parte de un espectacular teatro. La Junta de Andalucía defiende la intervención que ha hecho en el espacio —está vallado y están establecidos días y horarios de visitas y el teatro está consolidado para que no se venga abajo— y la reciente firma de un convenio con la ciudad de Ronda para su “protección, investigación, conservación y puesta en valor”. Pero Hispania Nostra sigue denunciando su “deterioro progresivo por abandono, expolio y daños por animales domésticos”.
Esto último lo pudo comprobar este periódico a primeros de julio, cuando un grupo de ovejas campaba a sus anchas por el yacimiento, apenas excavado en una pequeña parte, mientras una familia de turistas surafricanos saltaba la valla después de recorrerlo. “Venimos desde muy lejos, no íbamos a volver otro día porque hoy estuviera cerrado”, explicaba el padre.
Así, este yacimiento representa a las claras la espinosa relación entre Hispania Nostra y las administraciones, que se sienten atacadas por una Lista Roja que, protestan, solo destaca lo malo en un contexto en el que se ha restaurado más que nunca en los últimos 35 años —la asociación está revisando su metodología para añadir más listas que reflejen, por ejemplo, las buenas prácticas—. “Es evidente que nuestro país tiene un patrimonio inmenso y también que no tenemos recursos para llegar a todo él; no podemos perseguir que se restaure todo de la noche a la mañana. Lo que sí que queremos y lo que sí intentamos es que se tomen las medidas necesarias para que ese patrimonio no desparezca”, añade desde Hispania Nostra Víctor Antona.
“¿Qué debemos conservar? ¿Debemos conservarlo todo? Es muy fácil señalar a partir de las denuncias, pero lo complicado es proponer soluciones y esperaría de Hispania Nostra propuestas más ambiciosas”, se queja María Perlines, jefa de servicio de la Consejería de Cultura de Castilla-La Mancha. La especialista reclama pasar del simple mirar, señalar, lamentarse porque algo está en mal estado y exigir que la administración lo arregle, y pasar a abrir el desagradable melón de que tal vez no hay que conservarlo todo, que tal vez hay una parte que habría que documentar bien antes de dejarlos desaparecer.
Para empezar, en ese espinoso camino de priorizar los escasos recursos, tanto Perlines como Saiz Martín, desde Castilla y León, están de acuerdo en que buscar la sostenibilidad, lo cual tiene mucho que ver con que los inmuebles se usen. Por eso el arqueólogo David Romero y el empresario Santiago Miraflores, de la asociación Bracea, explican que están preparando un proyecto de rehabilitación del castillo de Guadalerzas, en Los Yébenes, con la obsesión de que sea “autosostenible”; su idea es hacer un espacio “polivalente para actividades lúdicas, didácticas e, incluso, investigadoras”.
Romero señala las cicatrices que marcan en sus muros el paso del tiempo, desde que levantó como hospital para la Orden de Calatrava en el siglo XII, muy cerca de la frontera entre cristianos y musulmanes; se convirtió en colegio de doncellas nobles a finales del siglo XVI y, tras la desamortización, en casa de veraneo de una familia, con un puesto de la Guardia Civil adosado en las primeras décadas del siglo XX. E insiste en que, si ha llegado en tan buen estado hasta ahora, es precisamente porque hasta hace muy poco se estuvo utilizando.
Por su parte, Perlines matiza que no siempre es necesaria la rehabilitación completa —a veces, consolidar las ruinas basta— ni que todo sea visitable. Y Saiz destaca que hay muchos puntos intermedios entre las dos soluciones más evidentes: el museo con centro de interpretación y el parador: “La cuestión es que se utilicen regularmente, aunque solo sea por los vecinos, como espacios de juego, de reunión, de actos culturales”, dice Saiz. Y añade: "Tenemos muchos casos de éxito en los que, con poca financiación hemos conseguido mucha conservación, por la implicación de los vecinos, del ayuntamiento o de alguna asociación. Mientras que hay otros sitios que, con inversiones millonarias hechas hace 10 o 15 años, tenemos que volver a restaurar".
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