Corrupción a ritmo de ‘thriller’
Lula da Silva, antes de entrar en prisión, amenazó con denunciar a Netflix por falsear una frase en la serie que mezcla ficción y realidad del director José Padilha
Una de las últimas cosas que hizo el expresidente brasileño Lula da Silva antes de entrar en la cárcel en abril fue amenazar con llevar a Netflix a los tribunales. El público de aquel mitin, a finales de marzo, aplaudió perdidamente la idea, lo que por otro lado suele ocurrir siempre que Lula, que hoy es el único exmandatario de la historia de Brasil condenado a prisión, pero también sigue siendo su político más popular, reta a cualquiera de sus muchos enemigos.
Solo que aquella vez el enemigo no era un juez o un político rival, sino una multinacional respetada y políticamente neutra en más de 190 países. Pero la ofensa a Lula era evidente. Netflix acababa de estrenar una serie de semificción, O Mecanismo, la cual reconstruye cómo la política del primer país latinoamericano ha sido devorada en los últimos años por una espiral de corrupción y tribunales; y para que resultase trepidante había tenido que alterar tan poco de la realidad que el cambio más polémico y con más repercusión, adjudicarle a Lula una frase que en realidad dijo el senador Romero Jucá, antes aliado, hoy enemigo, era imposible de obviar.
En O Mecanismo (Túnel de corrupción en España), el cineasta brasileño José Padilha, director de la premiada película Tropa de élite, pretende lo mismo que infinidad de periodistas en los últimos tres años: contar el caso Petrobras. O sea, cómo una aburrida investigación de las irregularidades en el supuesto abastecimiento de ciertos puestos de lavado de coches acabó descubriendo, a partir de 2014, un gigantesco entramado de desvío y malversación de millones y millones de reales de los fondos públicos, usando la petrolera estatal Petrobras como tapadera. Cada vez que un juez tiraba del hilo, caía alguien más alto: ahí estaba metida prácticamente toda la clase política brasileña, de concejales a presidentes del Gobierno, de izquierda a derecha. Y cuanto más importantes eran las víctimas, más decidido parecía el corazón de la vieja élite política para detener a los jueces antes de que fuera demasiado tarde.
La historia —como el trauma que ha dejado en la sociedad brasileña— es grande y rica, y más que embellecerla, Padilha ha tenido que simplificarla. Aplica ritmo de thriller televisivo, y la complejidad de sus muchas áreas grises del relato también tiende a quedarse en eso. Además, cambia el nombre de todos los personajes y los convierte en caricaturas de sus homólogos, lo que le permite ridiculizarlos a gusto. Y por otro lado, también le permite encumbrar e idealizar a otros personajes. Es el caso del juez —en la realidad, Sergio Moro— que asumió las riendas de la investigación y que en la serie está representando como un magistrado incansable y vanidoso.
La presidenta Dilma Rousseff se convierte en Janete Ruscov; su vicepresidente, Michel Temer, es Samuel Thames y el propio Lula pasa a llamarse João Higinio. Pero en esta república de juguete, que es Brasil pero que no es Brasil, es donde Padilha consiguió sus mejores críticas. Con su ateísmo político y su enorme mala leche (los mismos rasgos que le habían hecho destacar en Tropa de élite o en el remake de Robocop), del tono del thriller a veces acaba saliendo una sátira, un The Wire con momentos de Veep, salvando las distancias. Cuando sale bien, que no es siempre, es lo mejor de la serie.
Hacer sangre
Sin embargo, cuando sale mal, es con diferencia lo peor. Como Padilha se reserva el derecho a cambiar, en cada escena y casi en cada diálogo, su relación con la realidad, pasando de documentalista a dramaturgo según quiere, muchas de las alteraciones de la historia real parecen al azar, hechas no para defender una tesis política concreta sino para ver cuánta sangre hacen a los personajes de verdad. Ahí está la frase que él adjudica a Lula —perdón, João Higinio—: “Hay que parar esta sangría”.
En realidad quien la pronunció fue el senador conservador Romero Jucá en una conversación secreta que fue grabada y que en 2016 supuso un giro en la relación del público brasileño con el caso Petrobras. Cuando se filtró a los medios, se tomó como una prueba escandalosamente clara de que al menos parte de la clase política no quería ni justicia ni servir al bien común: quería entorpecer la investigación.
Aún hoy es común verla en pancartas por las manifestaciones contra el establishment político. Quitársela a un bando y dársela al otro, a Lula nada menos, cuando todo lo demás está tan pegado a la realidad, es una decisión sorprendente. Dilma Rousseff acusó a Padilha de haber fabricado fake news por este y otros cambios a la historia real; Padilha, fiel a su desprecio por los políticos, la acusó de no saber leer. Fue ahí cuando llegó el Lula real y, con su olfato histórico para los titulares, amenazó con denunciar no a Padilha sino a todo Netflix. Ese día de marzo no se habló de otra cosa.
Si Padilha quisiera hacer más temporadas, el cuento de la autodestrucción brasileña no ha parado aún. Tras los acontecimientos de O Mecanismo llegó el impeachment a Dilma Rousseff: muchos opinan —sin pruebas— que eso tramaba Jucá cuando dijo “hay que parar esta sangría”. El vicepresidente Temer apoyó la destitución, heredó el Gobierno, se convirtió en el presidente más impopular de la democracia de Brasil y condujo al país a una parálisis política de la que aún no ha salido. Lula, la persona que más intención de voto estaba acumulando en las encuestas para las elecciones de 2018, también acabó en la cárcel. El mayor spoiler de O Mecanismo es que al final todos pierden.
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