Aristóteles en la playa
Una pareja que va al médico, un sacerdote que no duerme y una muñeca de película forman parte del pasaje al Pireo en una nueva entrega de este viaje por el Meditérráneo en barcos de línea regular
Subirse al Nissos Samos, con sus 192 metros de eslora, se parece a entrar en un campo de fútbol decorado como un casino. Dos tramos de escaleras mecánicas con fotos de ruinas prestigiosas desembocan en una cubierta donde un empleado revisa tu billete y te dice que la clase “económica” (50 euros) tiene derecho a dos pisos de moqueta sin fin con una zona abierta, cuatro cerradas (a temperatura polar), tres bares, un self service, varias líneas de asientos “modo avión” y unos cuantos sofás para entrar a vivir. Es lo que hace la mayoría de la gente para pasar las 13 horas que tiene por delante: desplegar no el equipaje para una travesía sino el menage de un piso piloto: sacos de dormir, mantas, bolsos, comida, más comida.
Son ciudadanos con acceso a todo lo que queda a la vista menos al Lounge Pitágoras. La gran ventaja de la tradición clásica es que le pones Ágora a un bar de carretera y el nivel es más alto que si le pones La Plaza. Esa es también la baza del Nissos Samos, que navega entre Mitilene, en Lesbos, y el Pireo, el puerto de Atenas. La otra es que está limpísimo. Mejor, que lo está hasta el final. Rondando los aseos hay siempre un operario que suma a su trabajo de limpiador un efecto inhibidor inquietante: sabe quién entró dónde y quién hizo qué.
Si los coches son, para los puristas, parte fundamental de un ferri –en este caben 750-, lo distintivo de los ferris modernos son los televisores: 30 entre las dos cubiertas. Pese a tanta pantalla, los pasajeros hojean la revista Thalasea (un juego con la palabra mar en griego –thalassa- y en inglés –sea-). Estaba en cada asiento. En ella se relata la vida de Leonard Cohen en la isla de Hydra y se cuenta que el navío que nos lleva se construyó en Japón y alcanza una velocidad de 27,5 nudos (un nudo son 1,852 kilómetros por hora). También que puede transportar hasta 2.200 pasajeros. “Hoy son 2.000”, dice en la recepción María, que anuncia por megafonía las tres escalas del trayecto. “¿La tripulación? 100. Viajamos todo el año menos de febrero a abril. ¿El pasaje? Griegos la mayoría”. Eyvanía y Yorgos lo son. Un matrimonio de 75 y 80 años. Habla ella. Estudió inglés en la escuela. Él, pescador, tiene cáncer y sigue una terapia que le obliga a pasar dos días en Atenas cada tres semanas. Serán 10 sesiones: “Es caro: vivimos en la isla y vamos además con un doctor privado que viene de América”. Tienen un camarote. “Para no llegar agotados”. A las nueve se marchan a dormir. En el Salón Dryousa la gente se va dispersando, es decir, tumbando en el suelo. En uno de los asientos de avión hay un cura con sotana que mira el móvil (hay wifi). Solo habla griego.
La manga –achura para los de secano- del Nissos Samos (Isla de Samos) es de casi 30 metros muy compartimentados. Imposible, por tanto, ver simultáneamente las dos orillas. Imposible no pensar que las mejores vistas están al otro lado. Por ejemplo, al arribar a Chíos, una de las escalas. Allí embarca un escuadrón de vendedores de mermelada y barquillos. Despachan a toda velocidad. Desaparecen. A la altura de la medianoche, los entretenimientos favoritos del pasaje son jugar a las cartas, ver series en la tableta o trastear con el Tinder. Cinco horas más tarde, los únicos despiertos son una anciana con un novelón, los padres que tapan a sus hijos, la muchacha que lleva ocho horas poniéndose bronceador en un anuncio que se repite en bucle, el camarero -que se demora preparando el café como si optara a una estrella Michelin-, los limpiadores de los aseos y ¡el cura! También las muñecas de la película Frozen confinadas en la tienda de regalos: alguien les ha diseñado dos ojos como platos.
CLAVES DE LA TRAVESÍA
Recorrido: Mitilene (Lesbos)-El Pireo (Atenas).
Distancia: 430 kilómetros.
Duración: 13 horas.
Velocidad: 21,5 nudos.
Barco: Nissos Samos.
Bandera: Griega.
Metros de eslora: 192 metros.
Precio del billete: 50 euros.
Lectura recomendada: Océano de vida.Cómo están cambiando nuestros mares (Alianza), de Callum Roberts.
Los muñecos tienen sus propias odiseas. En 1992 un carguero chino que navegaba por el Pacífico Occidental vio cómo, durante una tempestad, las olas arrastraban al agua sus contenededores. Transportaba juguetes. 29.000 patitos, ranas y tortugas de plástico quedaron a merced de Neptuno. No tardaron en llegar a Alaska. Algunos atravesaron el estrecho de Bering y alcanzaron en el Ártico. Allí se congelaron –como en Frozen- y, dentro de placas de hielo, viajaron hasta el Atlántico Norte. Convertidos en caso de estudio sobre la fuerza de las grandes corrientes, todavía los están recogiendo en Escocia.
El oceanógrafo británico Callum Roberts recuerda el caso en Océano de vida. Cómo están cambiando nuestros mares. Roberts admite que siempre hubo pecios llegando a las costas y que es posible que lo mejor del pensamiento de Aristóteles se deba a los que se encontraba paseando por las playas de Lesbos, donde pasó tres años antes de convertirse en preceptor de Alejandro Magno. Pero avisa: los restos de ahora son de plástico, eternos como un mito troyano. El dios Polietileno es más fiero que Poseidón. En los primeros diez años del siglo XXI se produjo más plástico que en toda la historia. Un tercio se emplea para envases de uso único. Si en el hemisferio norte llega a las costas una media de 2.000 residuos (fragmentos visibles) por cada kilómetro de playa, “en los mares cerrados, como el Mediterráneo, la basura puede acumularse hasta los 1.800 por cada 100 metros”. Calculen un metro y coloquen pajitas, botones, vasos, bolsitas de la farmacia… hasta 18 unidades. Eso da para mucha filosofía.
Cuando comienza a amanecer, la cubierta del Nissos Samos se llena de fumadores y gente variopinta. Entre ellos, el cura, que habla con un muchacho. Tras llamar con la mano, dice: “Mi hijo habla inglés”. Su hijo, Spiros, se quita los auriculares –va escuchando a Metallica- y cuenta que su padre es sacerdote en la iglesia de San Parasceves, en Atenas. Regresan de las vacaciones. Él se aburría en Lesbos y arrastró a su progenitor de vuelta. Sus cuatro hermanos siguen allí. La llegada al Pireo congrega a todo el mundo en la popa. A falta de 50 metros para tocar tierra, bajan las rampas. En media hora todo el mundo está fuera.
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