Un chapuzón homérico
Presente y pasado del Mediterráneo en una serie de viajes en barco de línea regular
Lo primero que se ve desde el barco que llega a Mitilene, la capital de Lesbos, desde Ayvalik (Turquía) es el castillo bizantino. Lo segundo, la Estatua de la Libertad. Enseguida, el ferry de Atenas. La estatua se erigió para conmemorar la liberación de Grecia del dominio otomano en 1832. Dos cifras en el pedestal (1912-1922) recuerdan que la tensión entre ambas orillas no terminó con el tratado de paz. Todavía en los años veinte del siglo pasado, un millón de griegos ortodoxos fueron expulsados de Turquía mientras medio millón de musulmanes hacía el camino inverso. La mitad de los 90.000 habitantes de Lesbos desciende de aquellos desplazados.
Hoy otros refugiados pasan el día a los pies de la estatua, se bañan vigilados por ella y utilizan el gigantesco pedestal para protegerse del calor: por la noche trasladan los sacos de dormir a la cara oeste para evitar la salida del sol. A su izquierda queda una playa protegida con concertinas. Entrar cuesta dos euros, pero una vez dentro “todo está incluido… menos el bar”, precisa con ironía el portero. También desde allí se ve llegar el Kaptan Ilyas Mert, un transbordador de bandera turca que sale cada mañana de Militene y regresa cada tarde desde el continente. Ni por un instante en toda la travesía, que dura hora y media, se pierde de vista la tierra firme. Es un lugar perfecto para cruzar. Cualquiera en una barca de goma podría orientarse bien. Los pasajeros del Kaptan Ilyas Mert son sobre todo turistas que se acercan para pasar el día o locales que acuden a comprar ropa. Los jueves hay mercado en Ayvalik, el billete vale dos euros menos –es decir, ocho- y los sesenta viajeros habituales se convierten en cien.
DE TURQUÍA A LESBOS: Recorrido: Ayvalik (Turquía)-Mitilene (Grecia).
Mar: Egeo.
Distancia: 13 millas.
Duración: 1,5 horas.
Velocidad: 12 nudos.
Barco: Kaptan Ilyas Mert.
Bandera: Turca.
Metros de eslora: 42.
Precio del billete: 10 euros.
Lectura: Odisséas Elytis.
Vigilada por otro castillo, Ayvalik es un carrusel de tiendas y de barcos que van y vienen con música a todo trapo. El que hace el Bambi Tour está forrado de almohadones para viajar tumbado. Algunas agencias alquilan coches para llegar a Troya, a tres horas al norte: la señal es un caballo en una banderola. La actual Hisarlik es lo que los griegos clásicos llamaban Troié o Ilion. Este segundo fue el nombre usado por Homero en el siglo VIII a. C. para narrar los diez años de cerco a una ciudad que terminó cayendo en el 1184 a. C. Desde entonces, aquella caída no ha parado de generar teorías más o menos freudianas sobre el valor, la cólera, la astucia, la crueldad, la piedad y la navegación. Igual que en las puertas pone éxodo (salida), en Grecia en los carteles que anuncian un transporte pone metáfora. Ya sea de mercancías o de significados.
Aunque hoy es una ciudad interior, la Troya homérica tenía un puerto enorme. Allí atracaron, se supone, las 1.186 naves catalogadas en la Ilíada. Desde que Henrich Schliemann, siguiendo tozudamente las pistas del poema, consiguió demostrar en 1871 que las ruinas de Hisarlik eran las de la ciudadela a la que Paris se llevó a Helena, no se ha enfriado la tentación de mezclar geografía, literatura e historia. Hoy sabemos que la guerra de Troya no fue una sino varias y que la causa de la destrucción de la ciudad –la última de las varias que, en el mismo lugar, llevaron ese nombre- pudo ser, en el fondo, un terremoto. Algo nada infrecuente en esta zona del mundo. Homero –que pudo también ser muchos- condensó en una sola campaña lo que en realidad había sido una larga disputa entre griegos e hititas por una tierra rica en estaño –fundamental para fabricar bronce- y, sobre todo, con un dominio privilegiado sobre el estrecho de los Dardanelos, la vía de conexión entre el Mar Negro y el Mar Blanco, el nombre que los turcos dan al Mediterráneo. También Schliemann mezcló sin recato joyas de distintos siglos para completar su “tesoro de Príamo”: algo así como si un arqueólogo del siglo 56 encontrara enterrado –o congelado- el orbe crucífero de Carlomagno y dijera que se trata de la copa del Mundial de Fútbol. Con Troya el redondeo nunca ha sido un problema. Mil años no son nada. Tampoco hasta la expansión de Roma se redujo a una etiqueta –griegos- a pueblos que a sí mismos se llaman aqueos, argivos o beocios. Acostumbrados a que Homero hiciera hablar griego a sus troyanos, no nos escandaliza que Aquiles hablé inglés en la película de Wolgang Petersen. Sobre todo si lo interpreta Brad Pitt.
La ficción y la cartografía se parecen en lo que tienen de condensación. No hay nada que, sobre el papel, parezca tanto una reducción burda como un estrecho cuando lo atraviesas en barco: la épica pierde pie aunque se vea la orilla. El tripulante más joven de los cinco que se ocupan del Kaptan Ilyas Mert saca el móvil, abre el traductor de Google y escribe “no entiendo” si le preguntas por las millas que mide el estrecho o por la velocidad de la nave. Después de un intento con gestos de rapero y caras de velocista que el muchacho no entiende, escribe: “El capitán”. Hay que esperar hasta llegar a tierra. Distracciones no faltan: además de una puesta de sol que parece de encargo, en la cubierta cerrada hay tres televisores que escupen videoclips con canciones dignas de Eurovisión. Casi nadie los mira. Unos toman café servido por el mismo empleado que luego lanzará las amarras a la hora de atracar, otros (otras, más bien) leen y otros pocos se enseñan la ropa que han comprado durante el día. El resto mira el móvil. La única señal del cambio de país es el aviso por SMS de que tienes a tu servicio la Embajada de España. Los cargos de la tarjeta de crédito no conocen, sin embargo, fronteras: gastas, te lo recuerdan. Estés donde estés. La globalización.
El capitán Saricaoglu, que atraca en Mitilene con puntualidad, tampoco cree en las fronteras. Lleva “toda la vida” llevando este barco de Turquía a Grecia para dormir allí y salir de regreso por la mañana. “13 millas de distancia, 12 nudos de velocidad”, responde de entrada. “Si comparas Ayvalik con Hamburgo puedes ver diferencias; si lo comparas con Mitilene, menos”, argumenta. “Sin embargo, Mitilene y Hamburgo son Europa; Ayvalik, no. Todavía no. O ya no. Aquello fue una vez Grecia, cuando los antiguos, y luego esto fue Turquía. Una frontera es un invento político. La gente lo que quiere es moverse y que la dejen en paz”. En todos estos años, cuenta, ha visto refugiados en los puertos pero nunca en el mar: “Nosotros salimos a las nueve y ellos siempre llegan de madrugada. Claro que los recogería. Una persona perdida en el mar es un náufrago antes que un refugiado. Es una obligación de las leyes del mar”. ¿Ve alguna diferencia entre llevar un ferry y otro tipo de embarcación? “Esto no es un ferry, es un barco de pasajeros”. Chasco. “Un ferry es el que transporta, además de a la gente, sus coches. Como ese”, dice mientras señala el barco que sale hacia el Pireo dejando atrás la Estatua de la Libertad.
Además de en la estatua, en Mitilene los refugiados se dan cita en la parada del autobús que lleva a Moria, delante de otra estatua, la de Safo, la gran poeta de Lesbos. Allí está Sheyi, “solo Sheyi”. Vino de Togo, le gustaría ir a Francia: “Por el idioma y porque hay negros. Por el fútbol también. La gente de Mitilene se ha portado bien, pero... El otro día en Moria dispararon a un chaval, un sirio. Alguien del pueblo, dicen. Un loco”. Sheyi no va a bañarse a la estatua. “No sé nadar”, cuenta. Llegó, como todos, en barca.
El autobús de línea tarda 15 minutos en llegar a Moria, un campo preparado para acoger a 3.000 personas en el que viven 8.000. Está en una ladera que mira al pueblo, hasta ahora famoso por su acueducto romano. Ahora también por ese campo de doble alambrada levantado en un olivar al que ya le ha crecido una extensión de tiendas de campaña. Médicos sin fronteras –su campamento está fuera del perímetro- ilustra con dos cifras las condiciones de vida allí: un inodoro para cada 72 personas, una ducha para cada 84. Hay gente que camina en todas direcciones mientras un grupo de subsaharaianos hace ¿jogging, running?, ¿entrena? Difícil encontrar una palabra que no parezca absurda bajo este sol. De cuando en cuando, un coche con turistas se detiene para pedir información sobre las carreteras a los que esperan en la cuneta. El pueblo queda a un kilómetro y medio. Aparcados a mitad de camino, un grupo de misioneros evangélicos reparte folletos recomendando la Biblia. Cuatro páginas para seis preguntas. La primera: “¿Dios se preocupa de verdad por nosotros?”
Junto a Safo, el otro gran poeta de Lesbos es Odysseas Elytis. Todavía los vecinos señalan con orgullo su casa, rodeada de árboles pero cerrada. Además de ganar el Premio Nobel en 1979 y de dar nombre al aeropuerto, Elytis escribió un verso emblemático: “Cada época tiene su guerra de Troya”. Otro de los regresados de aquella contienda mítica fue otro Odysseas, Ulises, cuyo periplo hasta Ítaca se ha comparado muchas veces con el de los refugiados que hoy atraviesan el Mediterráneo. No es más que otro exceso metafórico. Ulises es un reyezuelo que vuelve victorioso después de arrasar una ciudad entera, no un refugiado. Como mucho, es un jeque del golfo extraviado camino de Marbella. El verdadero refugiado es Eneas, un troyano que huye y pasa por mil desgracias hasta llegar a las costas de Italia para fundar nada menos que Roma. Seguro que el Matteo Salvini, ministro del Interior italiano y partidario de cerrar las fronteras, ha leído la Eneida. Pero no le convencen las metáforas.
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