Procacidad para tiempos pusilánimes
La reposición en salas de una película como 'El vuelo de la paloma' es tanto un triunfo como un precioso y preciso disparate, un acontecimiento que celebrar como un motivo para la reflexión
EL VUELO DE LA PALOMA
Dirección: José Luis García Sánchez.
Intérpretes: Ana Belén, José Sacristán, Juan Luis Galiardo, Juan Echanove.
Género: comedia. España, 1989.
Duración: 90 minutos.
En tiempos de corrección política, de moderación en el lenguaje, de peligrosa confusión entre lo que debe ser una sociedad y lo que una ficción está mostrando acerca de esa u otra sociedad, de ansias didácticas en todos los ámbitos y en todo momento, de mirada con lupa a lo que hacen y dicen los personajes de una película o un libro —como si eso fuera una clara extensión de lo que hace, piensa o dice su autor en su vida privada—, la reposición en salas de una película como El vuelo de la paloma es tanto un triunfo como un precioso y preciso disparate, un acontecimiento que celebrar como un motivo para la reflexión.
Dirigida por José Luis García Sánchez en 1989, y escrita por el propio realizador junto a Rafael Azcona, El vuelo de la paloma es una especie de versión libre y cañí, esperpéntica y procaz, de Madame Bovary, protagonizada por una mujer de barrio adicta a las relaciones imposibles, que ansía escapar de la gris realidad que la somete, y que encuentra un nuevo horizonte en un aparatoso dislate: el romance con un actor, ligón profesional y chulo de feria, dibujado a través de un redundante piropo cursi y rijoso, y que solo se mueve por el interés sexual, circunstancial y superficial. Un sainete español de toda la vida, ligero y de ambiente popular, con un punto chabacano, ridículo y hasta grotesco, que hay que hermanar con la película anterior de García Sánchez, también coescrita por Azcona, la aún mejor Pasodoble, de 1988.
Ambientadas en un escenario único —un palacete cordobés en Pasodoble, una placeta madrileña y las casas y balcones que la circundan, en El vuelo de la paloma—, con apuntes musicales, casi como zarzuelas esperpénticas y festivas, y desarrolladas en cortos espacios de tiempo, ambas películas acaban encontrando también, además de semillas evidentemente españolas, otros referentes clásicos del cine mundial. Y por ahí pululan desde los amoríos cruzados y los juegos de puertas y habitaciones contiguas de Ernst Lubitsch, hasta la evidente raíz de cine dentro del cine, también con sus juegos de amor, de La noche americana, de François Truffaut.
Protagonizada por los excelentes Ana Belén, José Sacristán, Juan Luis Galiardo y Juan Echanove, y con la desternillante aportación de actores a los que les brota la comicidad con abrir la boca —Miguel Rellán, Manolo Huete—, El vuelo de la paloma se ha convertido con el paso de los años en paradigma de lo que hoy sería impensable en una comedia española. Con tratamientos humorísticos que serían inviables, ya fuera por autocensura o por la hoguera subsiguiente, caso del enamoramiento del personaje de Antonio Resines, un hombre adulto, por la niña que interpreta María Adánez, o el del policía racista que solo dice una frase en toda la película, aunque la repita una decena de veces: “¡A ver, esos negros!”. Dos tipos patéticos, a los que se les escapan sus lacras por las cuatro esquinas de sus roles, pero que quizá hoy serían pasto de esa confusión entre realidad y ficción, entre ejemplaridad y libertad creativa, tan propia de un tiempo pusilánime y complaciente.
Babelia
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