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¿Hay ya diferencias entre la danza y el teatro?

Un simposio reúne en la Bienal de Venecia a especialistas en artes escénicas para analizar la relación de su trabajo con la 'performance'

La obra 'Orestiada' de la compañía Anagoor.
La obra 'Orestiada' de la compañía Anagoor.Giulio Favotto

El segundo año de Antonio Latella al frente del sector Teatro de la Bienal de Venecia ha sido planteado desde la perspectiva de la contaminación directa con la danza contemporánea y con la performance, como una bisagra dialogante a la vez que generadora de las más variopintas fricciones tanto en la teoría como en la práctica. El festival abunda en títulos fronterizos y en prácticas avanzadas que quieren de ninguna manera reconocer limites formales o de género. La idea de un simposio bajo el lema: Actor-performer ha ocupado todo el fin de semana y abarrotó la Sala de Columnas de Ca’Justiniani para escuchar a Chris Dercon, Pawel Sztarbowski, Bianca van der Schoot y Armando Punzo. Un intensísimo panel de renombrados y hasta adorados artistas de la escena que no necesitan presentación, articulando un discurso lleno de meandros e interrogantes; y más de 300 jóvenes, la mayoría provenientes del exitoso college anual que convoca la propia Bienal, lápiz o aparatos electrónicos en mano, escuchando como esponjas.

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Hay que reconocer que el teatro está en Venecia a una distancia abismal, en positivo, de la danza. Vale la pena citar una fecha: 1999. Fue el año en que Paolo Baratta, como presidente, instituyó la danza contemporánea como un sector propio y con su identidad, dejando de colear con el teatro; Carolyn Carlson (1999-2002), Frederick Flamand (2003), Karole Armitage (2004), Ismael Ivo (2005-2012), Virgilio Sieni (2013-2016) y Marie Chouinard (2017-2018). En teatro la historia es otra cosa muy asentada: este año es el 46º festival, y por su dirección, desde que se instituyó en 1934, han pasado nombres señeros: de Franco Quadri a Maurizio Scaparro.

El teatro tiene un tirón y unas bases que permiten esta apuesta. En la apertura del simposio, las palabras performance y performer se abrieron paso con decisión dominando la mesa: ¿Existen ya unas definiciones objetivas e indiscutidas de esto? ¿Es una nueva disciplina en sí, una nueva musa o un nuevo género al que hay que dar tiempo y cordel? En el simposio todos mencionan a Bausch, sí, reverencialmente, pero a la postre, de manera epidérmica y casi coyuntural, ejemplarizante como un antes y un después, un cisma insuperable alrededor del cual se gira y se especula a placer, una vez segregada la inevitable legión de imitadores tardíos.

Escena de la obra 'Ensemble Ensemble'.
Escena de la obra 'Ensemble Ensemble'.Vincent Thomasset

Dercon zanjó: “Mi conclusión es que hoy me resulta difícil diferenciar entre danza y teatro”. Un incendiario Pawel Sztarbowski resaltó que su problema no es con el teatro convencional de texto, sino con la realidad misma, y contó como Gorvachevski puso en crisis a todos en Varsovia en un laboratorio reciente, sustituyendo por fin a los siete performers por sus avatares tecnológicos, no necesitaba ya a los actores vivos, ante el pasmo de los propios artistas desplazados, ¿qué sucede con los cuerpos coreográficos? ¿Supera este ejercicio la ficción pura y dura? De ahí al relato de cuando los directores de la emergencia, con sus actores, se enfrentaron a la batalla ética de asumir la performance como un vehículo que debe domesticarse en unos hipotéticos nuevos márgenes teatrales.

También se habló del papel incierto y balbuciente de los museos, que no están ni mucho menos listos y en disposición de asumir estos retos. La herida de Berlín sigue abierta, lo que ha reportado tanto de avance como de acto traumático, de alcance global y trascendente donde la danza contemporánea ha metido cabeza a trompicones y hallazgos poco reglados en la teoría sumaria y remanente. La derivación contestataria es un hecho: ¿todo el teatro performativo que se hace hoy es político? Probablemente sí. El teatro mismo, como fábrica, deviene un actor político más, potente y presente en el intento de cambiar la sociedad.

Las fuerzas y criterios políticos opuestos pueden favorecer indirectamente una fricción productiva y surgió en el simposio el ejemplo polaco: un Gobierno de extrema derecha y ayuntamientos (Varsovia incluida) en manos de la izquierda resistente (algo parecido a lo que pasaba en España hasta la moción de censura). Allí, en Polonia, como en otras activas plazas europeas, la performance y la recitación clásica siguen reuniéndose sobre la escena en una fricción que se alarga en el tiempo. El tiempo como arma de exposición. Dercon defendió hasta dormirse en algunas performances. Una gran novedad. Ahora está bien visto echar una cabezada mientras ocurre la danza o se proyecta un filmado, hasta en la conferencia gestionada por un amigo.

La obra 'Orestiada' de la compañía Anagoor.
La obra 'Orestiada' de la compañía Anagoor.Giulio Favotto

Cuando le tocó el turno a Bianca van der Schoot surgió en seguida el nombre de Susanne Kennedy (Friedrichshafen, 1977) con quien ha trabajado tanto y que se ha convertido en una cima influyente dentro del ámbito performativo centroeuropeo. Bianca aceleró la conclusión de que para ella el trabajo es propiamente la investigación, la búsqueda: “Más que el sentido de la vida, apuesto por la experiencia de la vida”, un ideario o filosofía del arte que también está en Kennedy y en otros gurús generacionales. Se trataría de la revisión crítica de lo transitorio experimental, una proyección que no es nueva, pero que cobra fuerza a través de las acciones que mucho contienen de coreográfico.

Decía Honoré de Balzac que “los compositores trabajan con sustancias que le son desconocidas” (Gambara, 1837); puede parafrasearse esto cuando hablamos de directores teatrales actuales que firman coreografías performativas. Ya el recurso "coreografía performativa" elude una denominación transparente y enfría el concepto. Entre los seleccionados por Antonio Latella están presente en la escena veneciana esta vez Clémen Layes (Francia, 1978), Gisele Vienne (Charleville, 1976), Simone Aughterlony (Nueva Zelanda, 1977), Vincent Thomasset (Grenoble, 1974) y Jakop Ahlbom (Suecia, 1971), que incluso ha firmado en 2016 un Lago de los cisnes en Ámsterdam, todos en el esplendor de la cuarentena, todos con estudios coréuticos y presumiendo de ello, abanderando la coreografía como un instrumento que pueden manipular a discreción.

En cuanto a los espectáculos, prima una tendencia a la extensión desmesurada que en parte evoca una época de gloria del teatro moderno. Muchas obras oscilan entre las dos y las cuatro horas de duración. ¿Mucho tiempo, aún con la caridad de los intermedios cuando los hay, para el espectador contemporáneo? Es un tema que se discute, sobre el que se vuelve siempre y que a veces se manifiesta en una necesidad artística y expresiva y otras aparece como un recurso de tendencia, la manera de garantizar un obligado cumplimiento de atención casi esclavista entre el director y su publico, un acto sádico de dominación a través del metraje. Otras veces, el tiempo, la extensión, conspira sobre la obra misma, la diluye. Lo performativo ataja esta tendencia en su casi siempre explosiva determinación tanto en lo que se expone como en como se hace.

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