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Muerte por rebelión de una joven insumisa

Las memorias escritas en la cárcel por una disidente ejecutada a los 29 años, que se publican ahora en español, iluminan aspectos desconocidos del régimen soviético

Monika Zgustova
Retrato sin datar de Yevguenia Yaroslávskaya-Markón (1902-1931).
Retrato sin datar de Yevguenia Yaroslávskaya-Markón (1902-1931).
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Como todas las revoluciones, convencidas de su legitimidad histórica, también la rusa puso en marcha un elaborado sistema represivo no solo contra los disidentes sino también contra los poco convencidos o indiferentes. La revolución debía triunfar aunque fuera a costa de millones de víctimas. Los grandes héroes protagonizaban pancartas, carteles en los muros, himnos y canciones. Las víctimas solo merecían el desprecio. En los años que siguieron a la revolución, muchos sufrieron las consecuencias de ese terremoto. Yevguenia Yaroslávskaya-Markón (1902-1931), filósofa de formación y periodista de profesión, cuya autobiografía escrita de un tirón en la cárcel de Solovkí publica ahora en español la editorial Armaenia bajo el título Insumisa, fue una víctima entre muchas: el poeta Blok murió en la miseria a los 41 años; el poeta futurista Jlébnikov, a los 36; al acmeista Gumiliov lo ejecutaron a los 35; a Anna Ajmátova, su esposa, le prohibieron publicar; Marina Tsvetáieva y Vladimir Nabokov se vieron obligados a marchar al exilio. El novelista Zamiátin se fue a vivir a París, Gorki a Italia.

Como Nabokov y Ajmátova, Yaroslávskaya-Markón provenía de la burguesía ilustrada de San Petersburgo; su padre era un destacado estudioso del judaísmo. También la vida de esta joven cambió de modo absoluto después de la revolución. Y aunque la pensadora alemana Hannah Arendt afirma que en la Unión Soviética el totalitarismo duró desde 1930 a 1953, año de la muerte de Stalin, Insumisa es un ejemplo de que la revolución estableció los campos de concentración, más tarde llamados gulags, ya durante la guerra civil a principios de los veinte.

El diario de Yevguenia, traducido por Marta Rebón, no se parece a ningún otro de los testimonios que nos han llegado del totalitarismo soviético. La opción de rebeldía que escoge ante las atrocidades del régimen surgido de la revolución es muy particular e ilumina aspectos de la vida en la Unión Soviética poco tratados. En un principio Yevguenia no rechazaba la revolución en sí. "Ningún Estado en el mundo", afirma, "puede ser revolucionario. Por otra parte, toda revolución es siempre justa, pues aspira a restablecer una justicia pisoteada". Tras casarse, a los 20 años, con el poeta Aleksandr Yaroslavski, la pareja viajó al extranjero. Pero antes de partir Yevguenia había sufrido un accidente: cayó bajo un tren y tuvieron que amputarle los pies: "Un acontecimiento insignificante para mí", escribe. "En efecto, ¿qué es la pérdida de dos miembros inferiores en comparación con ese amor tan grande que era el nuestro?".

Su especialidad era entrar en las consultas de los dentistas y en las salas de espera y hurgar en los bolsillos de los abrigos para llevarse el dinero que encontraba. Se apropiaba de lo ajeno solo en las casas ricas

Poco después de su regreso –Yevguenia no quería volver, pero su marido sentía nostalgia por su país– a Aleksandr lo delataron y lo encarcelaron por haber frecuentado a los intelectuales rusos en el exilio y haber colaborado con sus publicaciones. "Cuando arrestaron a Aleksandr, enseguida me uní al mundo del hampa", cuenta la autora. "Decidí sumergirme en la chusma no como una noble extranjera, sino como una igual". Decidió aprender a robar. Cuando a Aleksandr le trasladaron de una cárcel de Leningrado a otra de Moscú, ella también se mudó a la capital soviética. Aunque con su título universitario hubiera podido encontrar un buen trabajo, Yevguenia no quiso abandonar la calle. Dormía en los parques o en la garita acristalada del tranvía con mendigos, ladrones y prostitutas.

Su especialidad era entrar en las consultas de los dentistas y en las salas de espera y hurgar en los bolsillos de los abrigos para llevarse el dinero que encontraba. Se apropiaba de lo ajeno solo en las casas ricas. Luego se especializó en robar maletas en las estaciones de tren, pero siempre devolvía lo que para el propietario podía tener valor sentimental: una libreta con dibujos, una agenda. Si alguna vez la sorprendían, la joven encontraba la manera de engañar a la policía: sus maneras de chica de casa bien y sus prótesis de minusválida le proporcionaban credibilidad.

¿Por qué había tomado esta opción? Según sus principios, Yevguenia no podía trabajar para un régimen que había encarcelado a su marido, un inocente entre tantos miles de encarcelados por la joven Unión Soviética. Si se esforzara, el provecho sería para el Estado. De modo que Yevguenia obró en contra de ese Estado arbitrario para hacerle cuanto más daño mejor: introducía caos, malestar y descontento. Tenía un objetivo: reunir el dinero suficiente para poder pagar bien a sus amigos del hampa y asaltar el gulag de las islas de Solovkí, adonde mientras tanto habían trasladado a Aleksandr Yaroslavski, para luego ayudarle a huir. Una vez cumplida su meta buscaría derribar el bolchevismo.

No tuvo tiempo de llevar a cabo su ambicioso plan. La detuvieron y tras varios destierros obligados en los que la joven intentó adoctrinar a los demás prisioneros con su aborrecimiento del régimen soviético, a ella también la destinaron a muerte por rebelión; a su marido ya lo habían fusilado en Solovkí. En la cárcel Yevguenia decidió contar su vida. Como afirma en el posfacio la historiadora y disidente Irina Fliege, la persona que encontró el manuscrito, la reclusa sintió la necesidad de ganar solidez en el conocimiento de sí misma. Yevguenia tenía 29 años cuando la ejecutaron.

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