Un escritor en el tiempo dorado
Una retrospectiva de la figura de Jesús Fernández Santos en el 30º aniversario de su muerte
Se cumple hoy el trigésimo aniversario de la muerte del escritor Jesús Fernández Santos. Han sido 30 años de inmerecido purgatorio. Desde el tiempo, que todo lo dora, lo veo sentado en la tertulia del café Gijón, el codo ahincado en el mármol del velador, la mandíbula apoyada en el cuenco de la mano con dos dedos abiertos en la mejilla, la mirada perdida a través del ventanal. Hablaba poco, escuetamente, pero sus juicios tenían la clarividencia que da la amargura hepática. Si buscabas en él alguna verdad corrías el riego de encontrarla. Era un hombre bueno y ácido, parco en el elogio, con odios cultivados y certeros. Se dejaba tirar de la lengua con gusto con tal de cebarse con algún colega que no le entraba por el ojo. Entre la maledicencia y el desprecio, que suele ser la alfalfa en la que ramonean las tertulias literarias, pese a todo sabías que era un tipo legal y que su veredicto siempre daba en el clavo.
Cuando lo conocí ya había cambiado el güisqui por la infusión de manzanilla, que tomaba a pequeños sorbos con una profunda tristeza, producto de la nostalgia del alcohol prohibido. Vestía como uno imagina que visten los escritores en la foto de la solapa de sus libros: chaqueta de paño deportivo, suéter cuello de cisne y carey negro en las gafas. Le faltaba la pipa y el paisaje de un acantilado con alguna gaviota en el horizonte. Solía llevar una gabardina de trinchera, como los detectives de las películas de Iquino. Por su parte él también era cineasta, había rodado algunos documentales de buena factura, pero al final fue vencido por la literatura.
Por si alguien, que no lo conoció, desea saber como era, he aquí su descripción física: pelo castaño con algún mechón desvaído sobre la frente alta y noble, los ojos al pelo como se dice en la ficha de los soldados, la tez morena con una palidez cetrina, bajo las costillas un buen corazón y un poco más al sur un hígado castigado por el alcohol compartido por los colegas de la Generación de los 50, cuya estética consistía en conquistar el alba bebiendo toda la noche hasta el amanecer y a esa hora perdían la libertad porque algunos escritores del realismo social eran funcionarios y a las nueve de la mañana tenían que estar en la oficina. Al principio bebían chatos de vino tinto sobre los mojados mostradores de estaño de las tabernas castizas. Después se pasaron al alcohol duro y tal vez fueron Benet, Gil de Biedma y algunos catalanes de Boccaccio los primeros en remover los hielos del gin tonic con el dedo, aunque en este menester García Hortelano fue un maestro y ese gesto era común en los personajes de sus novelas.
Jesús Fernández Santos durante el tiempo de vino y rosas fue un escritor realista poseído por una veracidad adusta, muy castellano- leonesa. Obtuvo premios, el Planeta, el Nadal. Sus cuentos y novelas, Cabeza Rapada, Los Bravos, poseen un lenguaje seco y angular del realismo, pero en cuanto asomó en su vida el peligro de la cirrosis, el poleo y la manzanilla le llevaron al laberinto literario de las pasiones enfermizas, a la fascinación por los amores sacrílegos y a personajes con psicologías aberrantes, de monjas lesbianas y conventos a extramuros.
Era un escritor culto y sólido, sin carnalidad efectista y eufónica en el lenguaje, y si bien no te cegaba nunca con un relámpago verbal, su estilo no se pudrirá nunca porque posee la verdad del hueso. Solo le recuerdo que se le mojara un poco la voz con un grado de sentimiento cuando hablaba de su gran amigo Ignacio Aldecoa. Fue una generación diezmada por el alcohol. Todos murieron relativamente jóvenes, Carlos Barral, Juan Benet, García Hortelano, Gil de Biedma, pero Ignacio Aldecoa fue el primero en irse con el viento solano y aquí quedó su mujer Josefina, también escritora del grupo, amparada por la amistad de Jesús Fernández Santos. De hecho este colega fue el más genuino albacea moral, entre aquel grupo de escritores de la generación del realismo, de la estela literaria que dejó Ignacio en los peluches del café Comercial.
En los últimos años este escritor fue sorprendido por el éxito. Le alcanzaron algunos premios más, amasó buenas críticas y aplausos, comenzó a ser leído por las amas de casa, pero delante de la infusión de manzanilla del café Gijón no descompuso la figura. Cuando al final una incierta gloria le llegó de visita como una vieja dama sin esperarla la recibió como un buen profesional. Quiso entrar en la Academia de la Lengua y el deseo le fue negado. Pagó el desdén con el desdén. Ahora que se cumple el trigésimo aniversario de su muerte recuerdo de este escritor su estilo seco, su honradez, su ironía cáustica y ese mundo de monjas emparedadas en un ábside de la catedral que en sus últimos días le poblaba la cabeza.
Babelia
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