De incalculable valor (o más)
Pues era el afecto, el profundo afecto que se tuvieron siempre, lo que unía al heterodoxo caminante y al modernista decadente
La Fundación Unicaja acaba de hacerse con un nuevo paquete de documentos de los poetas Manuel y Antonio Machado. Nada menos que 4.570, reunidos por siete sobrinos nietos, tras un encomiable esfuerzo de reencuentro y concertación, desde posiciones distantes: uno de ellos, en Praga, dos en Santiago de Chile y cuatro en Madrid. Da un poco de vértigo solo asomarse a semejante cantidad de materiales, que se hallaban dispersos como consecuencia de las múltiples peripecias que siguieron a la Guerra Civil. Son mayormente manuscritos literarios: obras teatrales, de creación conjunta, más otros bocetos y tanteos dramáticos muy curiosos y adaptaciones de teatro clásico español. Cómo no, poemas de uno y otro autor, en vacilante escritura inicial o repetida, y prosas de muy diverso tenor, entre apuntes de actualidad, reflexiones estéticas y filosóficas, críticas teatrales, opiniones sobre otros escritores de su tiempo, discursos, cartas, fotografías, contratos… y un largo etcétera, cuyo valor sería necio aventurar siquiera. En todo caso, incalculable para la ciencia filológica y para la historia literaria.
Por deferencia de Braulio Medel, presidente de la Fundación, he tenido el inmenso honor –y la suerte pareja- de echar un primer vistazo a esa ingente cantidad de documentos. Se ha tratado, en primera instancia, de certificar la relevancia de los manuscritos y el mero cotejo de la documentación aportada. Por anteriores trabajos de esta índole, conozco la letra de ambos escritores, engañosamente fácil en ambos, y no me ha costado nada confirmar que, en efecto, estamos ante otra muestra del afanoso taller literario de dos de los escritores españoles más sobresalientes del siglo XX. No negaré que un cierto escalofrío me recorría la espalda cada vez que abría uno de los numerosos archivos, primero digitales, luego en directo.
La mayor sorpresa vino con la cantidad de manuscritos parciales de una obra teatral que todos los machadianos han perseguido infructuosamente, hasta ahora: La Diosa Razón. Esos múltiples borradores parecían presagiar un intento fallido de los propios autores, hasta que apareció una copia casi completa, debida a la cuidadosa mano de José, el hermano que acompañó a Antonio Machado hasta Collioure y luego emigró a Chile. El mismo que encontró aquellos versos insondables en el gabán del poeta: “estos días azules y este sol de la infancia”, que luego se perdieron; tampoco han aparecido aquí. Debieron los dos escritores trabajar muy arduo en esta pieza, casi hasta el filo de la Guerra Civil, pues tanto el asunto como la dramaturgia sugerida se salen bastante de la tónica más común del teatro de los Machado. Se trata de un drama histórico, tejido en plena Revolución Francesa, cuyo contenido (me atrevo a pensar) llega hasta nosotros, por cuanto plantea, entre otras cosas, cómo los excesos del racionalismo y la creencia en la posesión de la verdad pueden derivar en nuevas formas de tiranía.
También me atrevo a decir que entre las veinte cartas reunidas hay verdaderas perlas históricas y emociones que nos hacen todavía estremecer. Una de ellas la dirige Leonor a su suegra –atención, único manuscrito conocido de la joven esposa de Antonio Machado–, otra es la que escribe este mismo a su sobrina Eulalia, una de las tres hijas de José, ya en su exilio ruso de “niña de la Guerra”. Está escrita en la Torre Castañer, último hogar prestado que tuvo el gran poeta, desde el que siguió defendiendo a Cataluña, cuando ya las bombas fascistas caían sobre Barcelona. Los independentistas de ahora suelen ignorar esta circunstancia, como que Machado alabó la cultura catalana hasta el último momento.
Con todo ello, se nos brinda la oportunidad de alcanzar un mayor y mejor conocimiento de la intrahistoria de una época terrible, la que separó bruscamente a dos personas que, por encima de su condición de escritores –y de sus particulares ideologías- se consideraban hermanos inseparables. Pues era el afecto, el profundo afecto que se tuvieron siempre, lo que unía al heterodoxo caminante y al modernista decadente. Lo que vino después se encargaría de aflorar y agudizar los contrastes que sin duda latían entre ellos, de los que quedan evidentes testimonios en este abigarrado conjunto de papeles, casi una imagen del caos en que se vio envuelta toda la nación. Ahora sí, ahora ya parece que estamos tocando el fondo. Por lo menos, el de los hermanos Machado.
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