Lamentaciones de un prepucio chileno
Rafael Gumucio arremete contra la masculinidad en la desternillante 'El galán imperfecto'
El protagonista de El galán imperfecto (Literatura Random House), la última novela del siempre irreverente, indiscreto y, en esta ocasión más “abiertamente divertido” que nunca Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1970) es Antonio, un tipo al que acaba de ocurrirle algo horrible. En realidad, ese algo horrible no es tan horrible – por culpa de una fimosis van a tener que circuncidarle –, pero está aterrado por la frase que le ha soltado el médico, un tal doctor Wagner, al contemplar lo que había hecho con sus genitales la pequeña infección que pretende acabar con ellos: “Tu cuerpo rechaza tu pene, compadre”, le ha dicho el tal doctor Wagner. Lo que sigue es un delirio en forma de memorias dispersas – todo lo que hace Gumucio puede tildarse de una suerte de autoficción “exagerada” – en el que la masculinidad, todas las masculinidades posibles, se topan con la incomodidad del cuerpo y la tragedia de la falocracia.
“Todo esto parte de una anécdota real. Yo mismo me operé de fimosis y el doctor dijo exactamente esa frase. Quiso hacerme entender que no tenía por qué operarme, que podíamos hacerle creer a mi cuerpo que mi pene no estaba allí abajo, sino en otro sitio. Y así, con una serie de cremas carísimas, le hicimos creer a mi cerebro que mi pene se había trasladado a mi codo, y fue el codo el que sufrió”, explica el escritor, que, como el galán imperfecto de la historia, se sometió de todas formas a la operación.
“La única diferencia entre él y yo es que mi mujer lo sabía”, dice, y sonríe. Porque la novia de Antonio no tiene ni idea. La novia de Antonio está en Camboya, de vacaciones. En realidad, está en mitad de un año sabático. Le llama de vez en cuando, por Skype, le escribe cartas que luego no le manda. Se queja de todo lo que no le contó. “Me había propuesto escribir una novela de hombres, pero inevitablemente las mujeres acabaron por devorarla”, confiesa Gumucio.
Además de Valentina, la novia, aparece la madre de Antonio, una madre que aún duerme con él, siendo él un tipo de 30 años, y que le llena de incertidumbre, convierte su vida en un infierno neurótico, al aseguarle que es perfecto tal y como le hizo, y que para qué demonios tendría que operarse. “Creo que en la novela hay una reivindicación de la inocencia previa al sexo, porque la sola idea del sexo es una tragedia. Uno nace con todo menos con los genitales formados. Es como que llegan tarde a la fiesta, y lo cambian todo, y también, claro, lo complican todo”, dice. Y se muestra crítico con el heteropatriarcado, que “puede que beneficie a algunos hombres, pero no a todos, está claro”. En especial, no a la clase de hombre que, “como yo, de niño prefirió el ballet al voleibol”.
La idea del cuerpo como monstruo atormenta al escritor, que creció leyendo a Proust y a Stendhal, a Philip Roth y a Saul Bellow, desde hace un par de libros. En el anterior, Milagro en Haití, relataba, mordazmente, la convalecencia de una mujer – su madre, en realidad – tras someterse a una liposucción, y es que, hasta entonces, “había sido un escritor de cabeza, intelectual, nada físico; ahora empiezo a entender a Donoso cuando hablaba de encerrarse y dejar que los demonios le mostrasen el camino, la literatura se me está volviendo algo físico”, confiesa.
Sigue habiendo miedo en sus novelas, porque del miedo parte todo, dice. “Es un miedo que parte de un exceso de placer, es decir, el único miedo que tienen mis personajes, y yo mismo, es a que eso que tanto les gusta – la vida – se acabe”.
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