Un folletín para Auschwitz
Si los médicos no se resignan a aceptar lo incurable, ¿por qué habrían de resignarse los escritores a aceptar lo inefable?
Un viejo mantra afirma que en literatura no hay temas buenos ni malos sino bien o mal tratados. Es cierto pero solo en parte. De cuando en cuando la humanidad se las ingenia para poner sobre la mesa asuntos que, precisamente porque sobrepasan lo imaginable, ponen a prueba la imaginación, o mejor, la capacidad del lenguaje para hacer su trabajo sin caer en el alivio del “no hay palabras”. Si los médicos no se resignan a aceptar lo incurable, ¿por qué habrían de resignarse los escritores a aceptar lo inefable? Su cometido es precisamente lidiar con temas que requieren desmontar una lengua de arriba abajo y volver a montarla. Sin duda, el Holocausto es uno de ellos.
Cada 27 de enero, coincidiendo con el aniversario de la liberación de Auschwitz en 1945, se celebra el día internacional en memoria de sus víctimas. Sorprende que hubiera que esperar a 2005 para que la ONU estableciera tal conmemoración, pero sorprende más que la Academia Sueca esperase a 2002 para otorgar a un superviviente el Nobel de Literatura. Tardó pero acertó. El elegido fue Imre Kertész, deportado con 15 años. La semana que viene se cumplen dos años de su muerte. Narrador y ensayista, Kertész se enfrentó a su experiencia en, al menos, tres obras maestras traducidas por Adan Kovacsics: el hecho (Sin destino. Acantilado), sus consecuencias personales (Kaddish por el hijo no nacido. Acantilado) y sus consecuencias sociopolíticas (Un instante de silencio en el paredón. Herder). Un buen complemento para este último es La lengua exiliada (Taurus), que recoge su discurso de Estocolmo, levantado sobre dos convicciones: 1) Auschwitz dejó la literatura en suspenso. 2) El Holocausto no es un asunto del pasado. Ambas caben en una sola frase: “De Auschwitz solo se puede escribir una novela negra, o con todo el respeto, un folletín en el que la acción comience en Auschwitz y se extienda hasta nuestros días”. Dejó de usarse el campo de exterminio, no la lógica que lo construyó.
Hace algunas semanas se publicó, en traducción de Gonzalo García, El Holocausto (Crítica), del británico Laurence Rees, que vuelve a la pregunta que él mismo planteó en un documental de la BBC: “¿No debió realizarse un mayor esfuerzo para intentar salvar a los judíos?”. A comienzos de 1943, dice, el Gobierno de su país conocía “con certeza” el exterminio sistemático, los nombres de los campos y el número de víctimas que se cobraba cada uno. Invocada la dificultad de bombardearlos, la diputada Eleanor Rathbone pidió que se aligerasen las trabas a la inmigración para facilitar la huida a países seguros de los judíos de Bulgaria o Hungría. La respuesta fue “no”. ¿La razón? No habría medios para ocuparse de ellos, aunque Rees recuerda que sí los hubo para trasladar a 400.000 prisioneros de guerra. Imre Kertész, húngaro deportado en 1944, se preguntó en Suecia por qué le habían dado el Nobel. Tal vez, respondió él mismo, Europa necesitaba de nuevo la experiencia de los testigos del horror. Kertész murió el 31 marzo de 2016, el mismo día que la ONU recordaba a la UE que de los 22.000 refugiados que había aceptado acoger un año antes, solo habían llegado a su destino 4.500.
Babelia
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