El fabuloso tesoro del escurridizo señor Patterson
Una colección de arte precolombino, salpicada por escándalos de falsificaciones y reclamaciones por expolio, busca destino en Santiago de Compostela
A finales de julio de 2016 un trozo de la historia de la América Precolombina recorre el camino que separa Múnich de París. De forma discreta y segura. Los conductores que adelantan a los camiones no pueden imaginar que en su interior se esconden millones de euros: un fabuloso tesoro arqueológico que ha salido de Alemania después de tumbos, polémicas, procesos judiciales y traslados ilegales.
Son más de mil piezas de una colección tan singular como su propietario: Leonardo Patterson. Hasta emprender el viaje a París, el tesoro arqueológico ha recorrido medio mundo, se ha esfumado sin dejar rastro. Sobre algunas piezas pesa la duda de la falsificación. Otras son reclamadas por varios países latinoamericanos. México, Perú, Guatemala, Costa Rica y Honduras han rastreado la pista de Patterson por toda Europa. Este traslado es para ellos aún un misterio. Ni los investigadores que han seguido el caso durante décadas conocen este último movimiento con destino a un almacén de arte de la capital francesa. Arthur Brand es un detective especialista en fraudes artísticos. Patterson es su Moriarty particular. Ha colaborado con Perú para recuperar algunas de las piezas expoliadas y ha testificado a favor de México en un proceso judicial de reclamación que todavía está abierto en Alemania. Se escandaliza cuando se entera del traslado de la colección a París. Aunque advierte con su buen español teñido de un acento ilocalizable: “Le resultará muy difícil venderlo porque la mayoría de las piezas de la colección procede de robos de yacimientos y otras muchas son falsas”.
Lejos quedan los días en los que el costarricense Leonardo Patterson se presentó en España como un extravagante marchante con halo de respetabilidad que quería organizar una exposición nunca vista hasta entonces: 1.500 piezas precolombinas que se verían en Santiago de Compostela por primera y única vez. Intrincados tocados de oro macizo de la cultura Moche, máscaras doradas con incrustaciones de lapislázuli, vasijas con temas eróticos procedentes de la tumba del Señor Sipán, paramentos enteros de juegos de la pelota, enigmáticas piezas de cristal que podrían haber formado parte del botín de Indiana Jones. El material era tan formidable y su propietario tan magnético que la Xunta de Galicia y la archidiócesis de Compostela le respaldaron.
El costarricense tenía dos tesoros: el real y un pico de oro con el que había conquistado durante décadas a los coleccionistas de los salones más lujosos de Europa. Y aunque su reputación no era la más limpia del mercado –había sido perseguido por el FBI y acusado de falsificación en EE UU- ascendió rápidamente en la alta sociedad. “Es un hombre muy simpático”, dice Arthur Brand. Aunque el detective quiere ser prudente porque testifica en un proceso judicial abierto, no escatima detalles en el retrato de un personaje que se presentaba como un “buen salvaje” de maneras hipnóticas. “Imagínate en ese mundo de blancos, en esas élites”, explica Brand, “a un hombre de color que dice que no sabe escribir, que habla muy dulce y dice: 'Acabo de llegar de la jungla y no sé nada de vuestro mundo, no tengo ni zapatos, pero mirad qué tesoros tengo”. Todos querían conocer al coleccionista descalzo que decía ser amigo de Dalí y que regalaba vasijas precolombinas a quien le caía en gracia. Brand cuenta que Patterson se hacía el tartamudo y alimentaba su leyenda contando una historia apócrifa, la de un niño criado en la selva que empezó a trabajar con un joyero pirata que fundía abalorios precolombinos de oro para hacer anillos. “Es una de las personas más inteligentes que conozco”.
Y así convenció a la Xunta y la Iglesia para que patrocinaran una exposición que se inauguró solemnemente en 1996 con la presencia de Manuel Fraga, del expresidente de Costa Rica, Óscar Arias, y de Rigoberta Menchú. Pero, ¿por qué el coleccionista indómito tenía un interés repentino en exhibir un tesoro que nunca había salido a la luz? Patterson había convencido a inversores privados para que pusieran dinero en la colección. Cuando se lo reclamaron, el comerciante tuvo una ocurrencia: les ofreció recolocar todas las piezas a alguna institución y así aumentar los futuros beneficios. “Le decían: 'Lo queremos vender”, recuerda el detective, “y él les contestaba: 'Vamos a hacer una exposición grande en Galicia. Invitamos a gente importante y ya veréis como la vendemos después por un montón de dinero”. Intentó colocársela a la Xunta por 3.000 millones de pesetas. Sin embargo, el negocio se frustró por la intervención de dos arqueólogos estadounidenses que alertaron de la procedencia dudosa de algunos objetos. El bombo de la muestra no había servido para encontrar comprador, aunque tuvo un efecto secundario que iba a convertirse en la pesadilla del excéntrico marchante: el detallado catálogo había levantado la liebre en los países de donde habían salido las piezas.
Tendrían que pasar diez años para que llegaran las primeras reclamaciones formales. Para poder ejecutarlas los países de origen tenían que demostrar que los objetos pertenecían a su patrimonio y no era fácil: muchos habían salido directamente de yacimientos expoliados y nunca fueron catalogados. Para cuando la maquinaria diplomática se puso en marcha, la colección Patterson se había esfumado. Corría el año 2006 cuando la Brigada de Patrimonio recibió una petición de Perú a través de la Interpol para localizar al coleccionista y sus tesoros. No tardarían en resolver el caso: el material dormía discretamente en un almacén de mudanzas -sin más conservación que un humidificador- en Santiago de Compostela.
La inspectora de la Brigada de Patrimonio, Martina González, recuerda el trabajo exhaustivo para fotografiar 1.700 piezas en diez días. Patterson había vendido parte del tesoro expuesto en Santiago y había añadido nuevas incorporaciones. “Terminamos el reportaje fotográfico y luego hicimos un escrito en el que avisábamos tanto al abogado de Patterson como al propietario del almacén que para sacar las piezas de España era necesario un permiso de exportación”, cuenta la inspectora González. A Patterson le dio igual.
En abril de 2008, los agentes volvieron al depósito para inmovilizar el material. La sorpresa fue mayúscula: allí sólo quedaban 300 piezas, entre ellas las reclamadas por el juzgado de lo Penal número 33 de Lima. La brigada de Patrimonio consiguió devolverlas a su país y prosiguió con la investigación. ¿Dónde estaba el increíble tesoro de Patterson? En Múnich, inmovilizado por las autoridades alemanas. Fue más complicado dar con su dueño. El escurridizo Leonardo Patterson fue detenido en marzo de 2013 en el aeropuerto de Barajas. Guatemala había presentado contra él una orden de extradición a la que luego se sumarían Nicaragua y Perú. El juicio de Santiago de Compostela fue un buen ejemplo de lo trabajado que tenía Patterson su papel de ingenuo. Declaró que no sabía que no podía mover el material a pesar de que fue avisado por la policía. Cándido y septuagenario, sentado en el banquillo esta vez con zapatos, la estrategia de su abogado le valió la absolución. Gerardo Conde Roa –letrado en ejercicio por entonces, después alcalde de Santiago con el PP- alegó que el tesoro no era patrimonio español.
Los procesos judiciales empezaron otra vez en Alemania, pero Patterson había apostado por el lugar perfecto para ganar: el país no suscribiría los acuerdos internacionales sobre tráfico y protección de patrimonio hasta 2011. No se salvó de una condena por la falsificación de una colosal cabeza olmeca, una de las piezas que se exhibió en Santiago. Teóricamente tenía 3.000 años de antigüedad. En realidad, había sido esculpida en el patio de una casa en la provincia de Veracruz en 1992 por un artesano local. Dos reputados expertos amigos de Patterson firmaron después la autentificación que la convertía en una pieza valorada en 60 millones de euros. Condenado a un año y tres meses por su avanzada edad, Patterson nunca llegó a entrar en prisión.
Con la reputación tocada y la colección bajo sospecha, Patterson planeó su siguiente movimiento: sacarla de Alemania con la intención de meterla en España otra vez, previa escala en Francia. Un despacho de abogados de Madrid, Irías Abogados, se hace cargo de la gestión. A su nombre se hizo el traslado desde Múnich y a su nombre permanecen las piezas esperando destino en el almacén LP Art, en París. Juan Antonio Molina, responsable del departamento de arte del bufete, reconoce que están intentando comercializarla: “Hay que catalogarla de nuevo, tener mucho cuidado con ella. Y la idea es tenerla en un museo”. Lo más llamativo es el lugar donde se plantean establecerlo: Santiago de Compostela. Una ciudad especial para Patterson, cuenta Molina, por su espiritualidad. Especial también por la red de contactos que en su día tejió con la Iglesia y con los políticos del PP. Irías Abogados ya tiene preparado un proyecto y, según cuenta Juan Antonio Molina, han mantenido contactos con el arzobispado.
Molina esquiva elegantemente las preguntas sobre las piezas falsas. Prefiere explicar que están pendientes del dictamen de varios expertos internacionales y de la financiación. El valor total del tesoro de Patterson podría ascender según las últimas tasaciones del pasado febrero a 89 millones de dólares. Cuenta Molina que han intentado negociar con Inditex sin éxito. “Probablemente Amancio Ortega ve la colección y se puede enamorar y se lo piensa”. A Martina González, de la Brigada de Patrimonio, le extraña que el tesoro de Patterson pueda volver a Santiago después de todo lo que sucedió. Y no descarta que los países que todavía reclaman piezas pudieran reactivar el proceso en España. Molina no contempla esa posibilidad. Para él la colección está limpia: “Está todo ganado en los tribunales. Los países han perdido su oportunidad”.
Más que la oportunidad, lo que han perdido es parte de su historia. Lo explica el detective Arthur Brand con cierta tristeza. “Estamos hablando de objetos cruciales para Latinoamérica. Y para los indígenas que aún viven allí y que se sienten colonizados otra vez porque la gente de fuera roba sus tesoros. Y ¿dónde están esos tesoros? En manos de Patterson y sus amigos que los tienen escondidos. Es ridículo”. Y mientras los países luchan, la colección única del señor Patterson yace esperando destino, a salvo de miradas indiscretas, en un almacén de París.
Babelia
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