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Tribuna
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La eternidad es por la izquierda

Miguel Espinosa Menéndez vino al mundo para redefinir el 'pase natural' en la tauromaquia

Decía Borges que los laberintos se resuelven siempre por la izquierda. Lo decía quizá no tanto por las ideologías, sino probablemente porque los caballeros andantes y los que se visten con oros suelen llevar en la diestra las espadas. Para abrir el telón de lo infinito sólo se precisa saber mover bien la muñeca izquierda, templar la embestida de todo toro o dragón con una tela como suspiro y girar lentamente, con las piernas como compás en un indescriptible diluvio de estrellas que en tauromaquia se llama pase natural. Miguel Espinosa Menéndez vino al mundo precisamente para redefinir ese tipo de coreografía: hay un natural que pegó en la Monumental Plaza de Toros de Las Ventas que al día de hoy no ha terminado de dar y una serie vestido de tabaco y oro, en la Monumental Plaza de Toros “México” a un toro que se llamó “Arte Puro” que debió medirse en la escala de Richter como uno de los más hipnóticos temblores oscilatorios que haya experimentado el Valle de Anáhuac. Esa faena la empezó doblándose con “Arte Puro” como quien empieza la redacción de un ensayo que terminaría en poema: cortó una oreja a pesar de haber pinchado hasta en tres ocasiones y no había un solo aficionado que no pensara que en ese instante se cifraba la seguridad incuestionable de un nuevo siglo para el toreo mexicano.

Miguel era hijo del Maestro de Maestros, Fermín Espinosa Armillita Chico monumento andante de sonrisa trasatlántica que parecía tener una lidia para cada toro bravo del mundo, conquistador de España y emperador de México que se retiró de los ruedos con una sola cornada en su haber y una leyenda generosa: su cuadrilla se formaba con sus hermanos Zenaido y Juan (que había renunciado a la alternativa para volverse banderillero con pasamanería de plata para custodiar a su hermano Fermín, ya considerado el Joselito mexicano.)

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Miguel fue medio hermano de Manolo Espinosa, hijo mayor del Maestro, que bordó no pocas esperanzas en los ruedos mexicanos en la década de los sesentas del siglo pasado y pasó la batuta a su otro medio hermano Fermín, fino y hierático torero de gran parecido a su padre que aquilataba de vez en cuando la onza del arte bueno, pero sería Miguel quien realmente elevó a la categoría de grandeza pura la tauromaquia de la familia. Hasta hace pocos años, con el debut de su sobrino Fermín (que viene a ser el cuarto eslabón de la dinastía) Miguel seguía en la mente del aficionado como el cachorro de una estirpe, el agraciado con el don del temple que era capaz de hipnotizar a los tendidos con abrirse de capa y recordarnos que el lance de la Verónica honra un instante bíblico; de vez en cuando, lo recuerdo en quites, siempre abrevando de la tradición mexicana de intentar con el capote una elocuencia plagada de gracia a contrapelo de la parquedad castellana o el chispazo andaluz.

Luego, durante no pocas temporadas Miguel Espinosa Armillita era el amo del tercio de banderillas: una danza donde nunca llevaba el par hecho, siempre cuadraba en la cara del burel y a menudo, salía andando –como mandan los cánones—y como si estuviera entrenando con una carretilla en medio de un bosque. Venía entonces la sinfonía de las faenas de muleta con las que Miguel hilaba como joya de la retórica sin palabras el toreo en redondo, frenando el paso de las nubes con un muletazo de la firma o sellando el secreto orden los planetas cada vez que desmayaba la embestida del toro con eso que en México llaman desdén y en España, desprecio. Después, el trámite de las estocadas que no siempre lo definían como gran estoqueador, aunque era siempre atinado en saber firmar el punto final de sus párrafos en los ruedos con la repentina explosión de una sonrisa, hoy ya inolvidable.

Parece que no pasa nada cuando muere un torero, pero incluso quienes no son aficionados perciben un raro silencio que se decanta entre un misticismo en constante peligro de extinción y un mundo de pantallas planas donde se ha confundido el antiguo papel de los héroes locos. Salvo los agresivos dementes que en su supuesta defensa animalista son capaces de festejar la muerte de un ser humano para opinar como si de veras supieran sobre lo que ellos creen que debería ser el destino de los toros bravos, hay seres que aún se duelen cuando cae en el ruedo un torero corneado o cuando una Figura del Toreo cierra los ojos aparentemente sin el vestido de luces para quedarse en el recuerdo intemporal de quienes no podrán olvidar jamás un estético instante irracional, como ese pase natural que acaba de iniciar Miguel Espinosa Armillita… impalpable, invisible… inolvidable.

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