Despedida postiza de Armillita

Armillita vino a Sevilla a despedirse de la afición -así se anunciaba en los carteles- y la afición no estaba. Vaya chasco. Lo cierto es que la afición hace tiempo que no aparece por aquí. Otra cosa es la gente que acude a la plaza. Ese público se despide después de la Feria de Abril y no vuelve hasta la de San Miguel, porque tiene pagado el abono, y no por afición, como podía parecer. Pues allí estaba el torero mexicano y no tenía de quién despedirse. Bueno, tampoco hay que exagerar: estábamos los pocos de siempre, un grupo de partidarios y un buen puñado de turistas.
Claro que para despedirse de alguien hay que tener un motivo, y Armillita carece de tal, porque en su paso por la Maestranza no ha dejado constancia de su indudable calidad torera. Por tanto, sobra la despedida. Y, además, despedirse el 15 de agosto, con el calor que hace, tampoco parece lo más propio en los tiempos que corren. Total, que Armillita llegó, cargado de ilusión y cuando vio la plaza sin sevillanos se vino abajo. Algo sería, porque Armillita se fue sin torear. Está justificado en su primero, un manso muy peligroso, pero se inhibió en el otro, noble e inválido, en el que pudo más la precaución que la decisión. Conclusión: Armillita se despidió sin torear. Vaya chasco.
Ortega / Armillita, Cepeda, El Cid
Toros de Gerardo Ortega (el 5º, devuelto por inválido), bien presentados, nobles e inválidos. El sobrero, de Hato Blanco, manso y sin fuerzas. Miguel Espinosa, Armillita: un pinchazo, estocada baja y un descabello (pitos); dos pinchazos y un descabello (ovación). Fernando Cepeda: casi entera, baja y perpendicular (vuelta); estocada (ovación). Manuel Jesús, El Cid: dos pinchazos y estocada perpendicular (silencio); media (oreja). Plaza de La Maestranza, 15 de agosto. Menos de media entrada.
Cepeda sigue siendo un artista del toreo a la verónica, y así lo demostró en su primero, al que recibió con un toreo excelso de verónicas hondas y lentas. Todavía mejor toreó en un quite que cerró con una media de cartel. Muy decidido con la muleta, su labor careció de entidad porque su oponente era un muerto viviente. El sobrero, descastado y manso, no le permitió confianza alguna.
El Cid tenía necesidad de triunfo y lo intentó de verdad toda la tarde. Su primero, otro toro inválido, le impidió convertir su decisión en brillo. Se jugó el tipo en el sexto, el más codicioso de la corrida, y lo toreó por ambos lados con un gusto exquisito. La oreja fue un triunfo muy merecido y una recompensa a su decisión.
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