Porno canino, racismo mexicano
El artista Yoshua Okón presenta una selección de su corrosiva obra en el MUAC de Ciudad de México
Cansado de escuchar “¡qué asco!” cada vez que sacaba su perro a la calle decidió hacer una videoinstalación de erotismo canino. Convenció al dueño de una caniche esponjosa y blanca para que se la prestara durante unas horas y grabarla junto a su xoloitzcuintle, una raza imberbe y negra, autóctona mexicana. La idea era que el xolo la persiguiera excitado por la habitación mientras ella la rechazaba con desdén aristocrático. “El colonialismo y el racismo en México están tan internalizados que un perro oscuro es considerado feo y una perra blanca, bonita y deseable”, explica Yoshua Okón (Ciudad de México, 1970) delante de la pantalla, en un sala del Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC).
Pero durante la filmación, el guion saltó en pedazos. Nadie se había dado cuenta de que la caniche estaba en celo y el xolo la montó en vivo. El erotismo escalando hasta la pornografía animal. En la pieza, se percibe como la cámara cae suelo y, ya fuera de plano, Okón se lanza a separar a los dos perros. Tarde. La cópula se había consumado.
—¿Quién se quedó con los cachorros mestizos?
—El dueño del caniche me acusó de haber hecho algo monstruoso. Me dijo que eso no era natural y le puso una inyección a su perra para que abortara.
Chocorroll es una pieza de 1997 y sirve como arranque de la exposición Colateral, una selección de su trabajo durante las últimas dos décadas inaugruada esta semana en el MUAC. “Colateral subraya la preocupación permanente de Okón por las consecuencias sociales y las conflictivas secuelas del neoliberalismo”, apunta el curador John C. Welchman en el catálogo de la muestra. “Durante los últimos años mi trabajo ha sido muy performativo. Me limito a orquestar la acción pero no tengo el control. Es una especie de artificalidad donde se mezlca la ficción y la realidad, y creo que en ese choque es cuando la gente empieza a preguntarse cosas. Mi objetivo es estimular a que repensemos asuntos importantes a un nivel colectivo”, explica Okón, uno de los artistas mexicanos con una mirada más antagonista, una producción más experimental y una trayectoria más internacional.
Muchas de las escenas de sus instalaciones resultan cómicas. Al desplazar las cosas de su lugar, por debajo de la alfombra asoma la sátira, la parodia o el absurdo como estrategias de crítica política. Un grupo de empresarios estadounidenses bailando una improvisada danza indígena, nazis mexicanos borrachos hablando de la pureza de la sangre, migrantes guatemaltecos patrullando el parking de un centro comercial subidos a un carro de la compra como si fuera un tanque de guerra.
Casi todas los obras de la exposición han sido encargos de instituciones. En 2005, en plena retirada israelí de la franja de Gaza y a meses de las elecciones palestinas que coronarían a Hamas, un museo de Tel-Aviv le lanzó el guante. Su respuesta fue Gaza Stripper, un bailarín amateur sin ropa danzando en una tarima con unos auriculares y el pene atado a una cinta naranja como la que usaban los opositores a la retirada israelí. Durante la presentación de la performance, la gente se daba la vuelta para no mirar y en la televisión le acusaron de antisemita. “Entre tanta solemnidad, quería provocar un cortocircuito con un lenguaje distinto al de la política”.
“Mi proceso de creación es muy intuitivo. Suelo comenzar con algo muy visceral, que me mueve y me afecta. Luego investigo, viajo, conceptualizo la obra y la ejecuto”. Para el museo Hammer de Los Ángeles –donde vivió cinco años y estudió una maestría con una beca Fullbright– contrató a un grupo de migrantes indocumentados guatemaltecos que deambulaban por el estacionamiento de un centro comercial ofreciéndose para cargar muebles a cambio de unos pocos dólares.
Muchos habían sido guerrilleros y militares durante su guerra civil y Okón les propuso que recrearan las escenas del conflicto allí mismo, en el parquin. Como un guiño/parodia/sátira de los recreaciones históricas estadounidenses, en las cuatro paredes de una sala se proyectan imágenes patrullando en carritos de la compra, avanzando cuerpo a tierra por el asfalto o simulando estar muertos mientras los clientes siguen con sus compras sin inmutarse, como si aquello fuera realmente el decorado de una película. “Es una metáfora de su invisibilidad. En EE UU nadie hace la conexión de que su país invadió militarmente Guatemala, desencadenando esos flujos de migración. Son, una vez más, las fuerzas del capitalismo global, que están operando pero que son muy sutiles”.
El título de la obra es Octopus (Pulpo), como se conocía popularmente a The United Fruit Company, el leviatán corporativo-colonial estadounidense. Cuando en 1954, el Gobierno guatemalteco intentó cortar sus tentáculos, la CIA respondió orquestando un golpe de Estado.
En la entrada de la sala, hay una bandera con el nombre Pulpo escrito como si fuera el logo del centro comercial. Acompañando simbólicamente a otras obras, Okón ha intervenido también los rótulos de McDonalds; de Oracle, una empresa trasnacional de software que empezó haciendo programas para la CIA; o la bandera de un pueblo de Nueva Inglaterra donde los colonos aniquilaron hasta al último indígena y que décadas después, en una formidable pirueta revisionismo negacionista, sus políticos y empresarios venden el pasado abenaki del pueblo como reclamo de márquetin para los turistas.
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