Meritorio camaleonismo de Méndez Esparza
‘La vida y nada más’ se las ingenia para que nada suene a impostado
En la cuarta temporada de esa obra maestra titulada The Wire hablaban fundamentalmente de la educación de niños y adolescentes negros con un presente problemático y un futuro aún más negro, críos provenientes de familias rotas, residentes en centros de acogida o en la puta calle, futura carne de presidio en el mejor de los casos o de que les volarán los sesos en esas esquinas donde ejercerán de camellos con la esperanza de encontrar cierto estatus en la delincuencia callejera.
El escalofriante y creíble retrato de la comunidad negra más lumpen, de su jerga coloquial, sus claves sociológicas y sus rituales cotidianos lo hacían estadounidenses blancos como el creador David Simon y los ocasionales o fijos guionistas, entre los que se encontraban escritores ilustres como Dennis Lehane, George Pelecanos y Richard Price. En la película La vida y nada más, que describe con verismo la supervivencia de una familia negra de Florida, lo primero que te sorprende es que el autor de este universo sea un director español llamado Antonio Méndez Esparza. Demuestra un conocimiento profundo, datos y capacidad para describir un mundo que no es el suyo.
La producción es modesta, rueda en escenarios mínimos, pero el director se las ingenia para crear veracidad, para que nada suene a impostado, para implicarte emocionalmente en la dura historia de una mujer negra que trabaja de camarera y que trata de sacar adelante a sus hijos (el padre de los críos está en la cárcel), una niña pequeña y un desconcertado y muy perdido adolescente que ya ha cometido varios delitos, que no encuentra su lugar en el mundo y está a un paso de la marginación y de la exclusión social. Son creíbles los comportamientos, los diálogos, los enfrentamientos entre madre e hijo y entre los amantes, la soterrada violencia, la imposible comunicación entre el chaval airado y un novio de la madre que podría otorgar ayuda sentimental y cierto orden a esa familia a punto de descomposición. Es una película curiosa, bien contada, con sabor local y con una interpretación notable de Regina Williams en el papel de esa angustiada madre.
Es inevitable que piense en la genial Ed Wood mientras padezco The Disaster Artist, dirigida y protagonizada por James Franco, al que no soporto en ninguna de las dos facetas. Ambas se centran en la preparación y el rodaje de dos películas que han sido consideradas como lo más grotesco e infame que ha parido la historia del cine. Tim Burton hacía un derroche de gracia, imaginación, esperpento y ternura con el personaje de Ed Wood y su delirante corte de friquis. También era conmovedora la relación entre este heterosexual aficionado al travestismo y el legendario y morfinómano actor Bela Lugosi, aplastado por el olvido del cine hacia él, la soledad más cruel, la ruina económica y sus agujereadas venas. No he visto el cine que hizo Ed Wood ni falta que me hace, pero el tragicómico homenaje en blanco y negro y en estado de gracia que le hizo Tim Burton a ese fulano disparatado, soñador y posibilista, es una película que me enamora siempre.
En The Disaster Artist, James Franco narra el encuentro entre dos actores y el visionario convencimiento de uno de ellos de que puede dirigir en Los Ángeles una película, interpretada por ambos, que les convertiría inapelablemente en estrellas. La historia es real. Esa película se titula The Room, la perpetró un señor llamado Tommy Wiseau y al parecer es tan espantosa que los espectadores —cuentan que desde hace más de diez años, hay inacabables colas para verla en las sesiones golfas— se parten de risa con ella. No la conozco. Tampoco siento el menor interés por esos lúdicos juegos que tanto divierten a los modernos. Pero las situaciones y los personajes que describe cansinamente James Franco no tienen ni pizca de gracia, representan la apoteosis de la idiotez histriónica. Imagino que The Disaster Artist es tan insustancial, monótona y lerda como el modelo original, todo lo contrario de lo que ocurría en Ed Wood.
Babelia
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