Cinco monstruos de la arquitectura en Ciudad de México
EL PAÍS recorre la capital de la mano de Arquine, la revista de arquitectura referente en Latinoamérica
En Ciudad de México hay megacentros comerciales rozándose los codos con casitas unifamiliares de ladrillo y teja, aceras devoradas por rotondas que el peatón tiene que atravesar por túneles subterráneos, y carreteras a lo Blade Runner elevadas del suelo por columnas distópicas de cemento armado, separadas, a menos de una manzana, de frágiles y torcidas iglesias coloniales. La descoordinación endémica de la política urbanística –la ciudad lleva más de una década esperando un plan general de desarrollo urbano– ha provocado que la lógica del automóvil se imponga a la del paseante. De la mano de Arquine, la revista de arquitectura de referencia en Latinoamérica, El PAÍS repasa cinco monstruos de la ciudad.
Edificio de la Suprema Corte de Justicia
Carlos Obregón Santacilia, uno de los precursores de la arquitectura moderna en México, dijo que era “el edificio más frío, física y arquitectónicamente hablando” que había conocido. Inaugurado en 1941 y diseñado por Antonio Muñoz, un arquitecto eminentemente art deco, los severos muros del edificio de la Suprema Corte están aderezados, quizá en un guiño a su vecino, el Palacio Nacional, con referencias a la arquitectura colonial. “Pero es cierto que es frío y la única puerta en su fachada principal. Pese a su ornamento, no invita a entrar. Al contrario: hace pensar en la infranqueable puerta de la justicia de la parábola que incluye Kafka en El Proceso. Aunque por supuesto, habrá quien piense que esa severidad le da un carácter apropiado a la sede del Poder Judicial”, apunta Alejandro Hernández, editor de Arquine
Aparcamiento de la calle Gante
Andando por la esquina entre Gante y 16 de Septiembre, dos calles bulliciosas y estrechas en el corazón del centro histórico, presididas por edificios neocoloniales, uno puede entrar en una zapatería familiar a comprarse unas botas o unos huaraches. Pero si levanta la cabeza, encima del rótulo rojo de 3 Hermanos, se encontrará con una cuadrícula de tres pisos, como si fueran celdas de una almena de abejas. Es un estacionamiento para coches, diseñado por José Villagrán García, uno de los arquitectos más importantes en México durante la primera mitad del siglo pasado. “No falta quien piense que eso no queda bien ahí, en el centro histórico, aunque hay que aclarar que la cantidad de edificios modernos en esa zona es mucho mayor de lo que a veces pensamos. Sin embargo, hay una gran diferencia entre ese edificio cuyo usuario principal es el automóvil y otros similares”, explica Hernández. Al menos, la concesión a los coches está sobriamente resuelta, con una celosía de concreto aparente, y la calle mantiene su vida con los vidrios transparentes de la zapatería.
Centro comercial de la estación Buenavista
La precaria armonía se rompe definitivamente en la remodelación de la antigua estación de Buenavista, parteaguas de dos colonias céntricas y populares. Empotrado con grandilocuencia en la estación, un centro comercial se prolonga durante toda una manaza con un muro ciego y continúo solo interrumpido por compuertas que dan acceso a los coches. “Sí, es sólo un estacionamiento, como el de Gante, pero comparado con éste vemos que, además de torpe y sin gracia —lo que revela la elegancia de la fachada del estacionamiento de Villagrán— esto es un mero desprecio por la ciudad y sus habitantes”, opina Hernández. Una construcción que perfila una ciudad dura y hostil para las viandantes.
Justo enfrente, en la esquina de Insurgentes y Eje 1 Norte, dos galerones repiten el mismo patrón importado de los grandes almacenes comerciales de los suburbios de Estados Unidos: una caja ciega rodeada por un estacionamiento descubierto. “Son ejemplo de esa arquitectura que casi no hace otra cosa que descomponer el entorno donde se encuentra. No hay nada. No invita nada. Es la arquitectura de suburbio estadounidense donde es imprescindible el coche, pero aquí, en el centro de la ciudad”, sostiene Hernández. Si la avenida Insurgentes, 30 metros de asfalto a lo ancho, y casi 30 kilómetros de largo, es una de las arterias más desasosegantes de la ciudad, decorar sus orillas con cárceles para coches se convierte en el inevitable final del peatón.
Hotel Barceló
“No atender ni a la ciudad ni a sus habitantes, incluso llamando la atención, quizá sea, pues, el signo inequívoco de la mala arquitectura”, añade Hernández. Dos ejemplos más: un edificio de oficinas y un hotel, uno frente a otro, sobre el Paseo de la Reforma, la avenida más importante de la ciudad, y en la que hasta finales del XIX se levantaban las mansiones familiares de los próceres mexicanos. El antiguo hotel Krystal, hoy Barceló, con una fachada escalonada recubierta en parte con paneles prefabricados color rosa y en otra con vidrio semi-reflejante en tono verdoso. “Quiere ser posmoderno pero no entiende sus fuentes. Los tonos pastel y el acabado en cristal están condenados a la caducidad estética”, añade el editor de Arquine.
Edficio Excélsior
Enfrente, la que fuera nueva sede del periódico Excélsior, el conato de una torre que no creció, recubierta en vidrio espejo y también con paneles prefabricados, color café en el primero de los siete pisos. Más allá de la estridencia estética, los dos tienen entradas ciegas, sin restaurantes, tiendas, o jardines que puedan interactuar con la ciudad. “Son dos casos, entre desgraciadamente muchísimos más en la ciudad, en la que los edificios se desentienden de la ciudad –remata Hernández– y, por lo mismo, finalmente también de la arquitectura. Y eso es lo que hace a cualquier edificio realmente feo”.
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