La hora de las abuelas del arte
Tras décadas de olvido y menosprecio, toda una generación de mujeres de más de 70 años invaden museos, bienales, ferias y subastas
Carmen Herrera tiene 102 años, pero no logró vender su primer cuadro hasta que cumplió los 89. Seguía pintando por placer y por compulsión, pero no esperaba ni el dinero ni la fama, que le parecían cosas tirando a vulgares. Hasta que, de un día para otro, tras haber sido tozudamente ignorada por los guardianes del canon pictórico, galeristas y compradores empezaron a interesarse por su abstracción geométrica. La artista, que nació en Cuba en 1915 pero se instaló en Estados Unidos desde los cincuenta, empezó a ver llegar miles de dólares a su cuenta corriente.
Por aquel entonces, sus cuadros más caros se vendían por unos 40.000 dólares (33.000 euros). Un precio que se convirtió en risible el pasado otoño, cuando Cerulean, composición azul sobre un lienzo en forma de diamante que firmó en 1965, fue vendido por la casa de subastas Phillips por una cifra récord: casi un millón de dólares (850.000 euros). El reconocimiento no fue solo monetario. Casi al mismo tiempo, el Whitney Museum le dedicaba una retrospectiva que la situaba entre los grandes nombres de la abstracción estadounidense. Lejos de toda intención de jubilarse, este otoño Herrera protagonizará otra retrospectiva en Dusseldorf y presentará nuevas obras en su galería londinense.
Un museo para Yayoi Kusama
En el subgrupo de las artistas más veteranas del planeta, la japonesa Yayoi Kusama puede parecer la excepción que confirma la regla. Sus obras, en las que abundan las calabazas, los lunares y los espejos, son conocidas alrededor del mundo y sus exposiciones suelen crear colas y colapsos en todo museo donde expone. Pese a todo, Kusama también ha vivido sus travesías del desierto. Precursora del pop art, vivió su primer momento de gloria en el Nueva York de los sesenta, cuando frecuentó a Andy Warhol, influyó en Claes Oldenburg y salió con Donald Judd. Después sería olvidada durante décadas, hasta su participación en la Bienal de Venecia de 1993, que la volvió a situar en el mapa. Desde entonces, se ha convertido en la artista viva con una obra más cara (White No. 28, de 1960, vendida por cerca 7 millones de euros en 2015). Además, en octubre inaugurará un museo dedicado a su obra en el barrio tokiota de Shinjunku, a la vez que protagonizará una gran retrospectiva en The Broad, en Los Ángeles. En febrero pasado, preguntaron a Kusama cuál había sido el mejor momento de su carrera. "Todavía no ha llegado", respondió la artista a pocos días de su 87º cumpleaños.
La revancha de esta artista fue solo la punta del iceberg. Toda una generación de artistas maduras, condenadas durante décadas a los márgenes del arte por puro sexismo, lleva meses invadiendo museos, bienales y salas de subastas. En la pasada Art Basel, celebrada en junio, la italiana Carol Rama batió otro récord al vender una de sus obras por 700.000 euros. De nuevo, su auge en el mercado vino acompañado por el impulso de las instituciones del arte: el New Museum de Nueva York le dedica hasta septiembre una gran retrospectiva. Por desgracia, el reconocimiento llega tarde: Rama falleció en 2015 a los 94 años, dicen que en la miseria. Lo mismo le sucedió a Ruth Asawa, californiana de origen japonés, que murió hace cuatro años a los 87. Sus esculturas colgantes de los sesenta, desconocidas durante mucho tiempo, ahora causan sensación.
Por su parte, Sheila Hicks, estadounidense de 83 años que ha desarrollado la mayor parte de su carrera en París, fue uno de los nombres celebrados por la Bienal de Venecia de este año. Sus obras textiles de gran formato, ignoradas durante décadas, han terminado recibiendo una justa reevaluación. “Fue menospreciada por proceder de las artes decorativas, pero vive un momento de hipervisibilidad gracias al trabajo de conservadores jóvenes, que no fueron educados con la estrechez de miras que solían imponer las categorías artísticas”, explica la comisaria de la Bienal, Christine Macel, conservadora jefa del Centro Pompidou. “El final de la modernidad nos ha permitido alejarnos de los dictados innegociables y liberarnos de los prejuicios de otro tiempo. Eso nos ha permitido volver a evaluar obras que antes ni siquiera habríamos contemplado”.
Macel también incluyó a otras veteranas en su muestra para esta bienal. Por ejemplo, Anna Halprin, pionera de la danza conceptual que suma 97 años, o Zilia Sánchez, artista plástica cubana de 83, conocida por el sensual minimalismo de sus composiciones abstractas. Por si fuera poco, Macel concedió el León de Oro a Carolee Schneemann, precursora de la performance feminista, que este otoño celebrará sus 78 años con la primera retrospectiva de su carrera, que abrirá en octubre en el PS1 de Nueva York.
En los pabellones venecianos, donde cada país manda a un artista a defender sus colores en una competición internacional, tampoco faltaron las artistas maduras. Geta Bratescu, de 91 años, representó a Rumanía. Y luego formó parte de la Documenta de Kassel, la otra cita central del arte contemporáneo en Europa, junto con otras incombustibles como la austriaca Elisabeth Wild, de 95 años, o la colombiana Beatriz González, de 79. Por su parte, Phyllida Barlow, escultora de 73 años conocida por sus instalaciones monumentales, ocupó el pabellón británico. Tanto Gratescu como Barlow están representadas por la galería Hauser & Wirth, que se ha especializado en estas artistas maduras de reconocimiento tardío. Desde 1996, también defienden la obra de la difunta Louise Bourgeois, el mejor ejemplo de este fenómeno: logró su primera retrospectiva en el MoMA (la primera que el museo dedicaba a una mujer) en 1982, cuando ya superaba los 70 años.
“Trabajar con mujeres brillantes, infrarrepresentadas y de una cierta edad se ha convertido en un elemento muy consciente de nuestra identidad, y casi en una responsabilidad”, explica el galerista Iwan Wirth en un correo electrónico. Confía en que no sea solo una moda pasajera, como ha habido tantas en los últimos años, ni tampoco una cuestión de simple corrección política. “Espero que sea un giro en la historia del arte. Empezamos a prestar atención a prácticas históricamente subestimadas, reevaluando el canon a gran escala y esforzándonos por elevar el perfil de mujeres que merecen el mismo reconocimiento, si no más, que sus compañeros de sexo masculino”, sostiene Wirth.
En su reciente ensayo La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres (Seix Barral), Siri Hustvedt dedica unos párrafos a este fenómeno y denuncia que es cuando una mujer deja de contar con “una sexualidad deseable” cuando llega ese reconocimiento, citando a ejemplos como Joan Mitchell, Alice Neel, Lee Krasner o la misma Bourgeois. “La cara vieja y arrugada se ajusta mejor al artista que es mujer. Esa cara vieja no carga con la amenaza del deseo erótico”, escribe Hustvedt.
A Camille Morineau, nueva directora del centro de arte La Monnaie en París y presidenta de la asociación AWARE, que aboga por dar un lugar justo a las mujeres en la historia del arte, ese punto de vista le resulta “excesivamente pesimista”. “Las cosas cambian lentamente, pero cambian. Todavía hay un retraso considerable en los museos y en las universidades, pero se ha producido una evolución. Entre otras cosas, a causa de la llegada de mujeres a los cargos directivos de los museos”, asegura. Morineau habla con conocimiento de causa. En 2009 reorganizó la colección permanente del Pompidou para conceder más de la mitad de su espacio total a mujeres artistas. “Trabajé en un clima de inquietud y ansiedad. Se consideró prácticamente un escándalo. Ocho años más tarde, puedo presentar una programación parcialmente centrada en las mujeres artistas sin que salten las alarmas. Se ha aceptado que se trata de una cuestión no solo importante, sino también interesante”.
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