Al fondo, a la izquierda, el Holocausto
Un edificio de Budapest aloja en su patio el último vestigio de la tapia del gueto judío
No existen razones aparentes que inciten a cruzar el umbral del portal que identifica el número 15 de la calle Király de Budapest. O no existirían si no fuera porque al fondo de la corrala de viviendas se reconoce un muro de piedra que antaño delimitaba el gueto judío de la capital húngara.
Es el último vestigio. Y acaso la última manifestación incriminatoria. Hungría colaboró con el Tercer Reich en el aislamiento, deportación y exterminio de los judíos, pero las corrientes revisionistas que han llegado a defender el premier Orbán aspiran a desdibujar la responsabilidad del genocidio.
Una manera de hacerlo es manipular los libros de historia. Y otra consiste en aniquilar las evidencias. La prueba está en que el muro de la calle Király fue demolido en 2006 entre los escombros de una extraña operación inmobiliaria, pero la comunidad judía de Budapest se apresuró a volver a levantarlo cuatro años más tarde. En el mismo lugar. Y con las mismas piedras, precisamente para consolidar la memoria del Holocausto.
Ocurre en Hungría. Sucede en Ucrania. Y está pasando en los países bálticos y en Polonia: tergiversar la historia, amortiguar la responsabilidad, distanciarse de las evidencias colaboracionistas. Y del papel cómplice que unos y otros estados desempeñaron al abrigo de la esvástica.
Se explica así la importancia que reviste el muro de la calle Király. No puede visitarse en cuanto tal porque forma parte de la finca de la comunidad de vecinos, pero hay agencias especializadas -Context Tours es una de ellas- que se preocupan de organizar excursiones temporales y que, al mismo tiempo, velan por la incolumidad del símbolo doméstico.
Empezó a levantarse en primavera de 1944, precisamente para habilitar y delimitar el espacio que las autoridades húngaras habían organizado en los criterios de un gueto insalubre, masificado y calamitoso. Fueron 220.000 los judíos de Budapest alojados en el recinto amurallado y en las casas aledañas degradadas con el oprobio de la estrella amarilla.
Se distinguía así la cuarentena étnica y se facilitaban los prosaicos trabajos de deportación o exterminio. Unos 20.000 judíos de Budapest fueron ejecutados en la orilla del Danubio. Otros 25.000 terminaron en el campo de concentración de Auschwitz. Y 70.000 engrosaron las demás rutas del exilio y de exterminio en apenas medio año de voraz purificación racial.
El trabajo obedecía a los planes del genocidio nazi, pero encontró una extraordinaria aceptación entre las autoridades húngaras. Y, más aún, de la gendarmería magiar. Adolf Eichmann, coronel de las SS, se vanagloriaba del entusiasmo con que el país invadido participaba de los planes de aniquilación.
Casi medio millón de judíos húngaros fue deportado. La gran parte provenía de Budapest y del barrio donde había quedado delimitado el gueto -el distrito VII de la capital-, pero la empresa de pureza aria, particularmente feroz con los judíos y con los gitanos, se prolongó como una epidemia en las áreas rurales. Al menos, hasta que las presiones del Vaticano y de la Iglesia local contuvieron la hemorragia en el mes de agosto de 1944.
Semejantes evidencias no contradicen que Viktor Orbán tuviera la ocurrencia en 2014 de presentarles a sus compatriotas una versión edulcorada de la ocupación nazi en la oportunidad del 70 aniversario. No ya convirtiendo a Hungría en un foco de resistencia y en un estado mártir del Tercer Reich, sino promoviendo la construcción de una escultura megalómana en que aparecía el arcángel San Gabriel amenazado por las alas y las garras de un águila depredadora. Era la manera de reivindicar la fe cristiana en la inercia del discurso identitario. Y el modo de convertir a la rapaz en la expresión sanguinaria y simbólica del nazismo.
Se originó entonces una polémica sobre el revisionismo de la que se han contagiado y abastecido los países vecinos. Prevalece la intención política de manipular la historia y de someterla al criterio de los rapsodas nacionalistas, aunque Orbán no tuvo otro remedio que reconocer hace apenas un mes “el pecado y el error” del colaboracionismo.
Revisionismo
Lo hizo con ocasión de la visita a Budapest de Benjamín Netanyahu, primer ministro israelí, y como remedio de urgencia a una controversia que entremezcla los guiños antisemitas con el desarrollo de una política específicamente xenófoba. Orbán ha levantado muros y alambradas en las fronteras del estado magiar y ha involucrado a los líderes vecinos -Eslovaquia, Chequia, Polonia- en la discriminación a los inmigrantes musulmanes, aludiendo incluso al papel heroico de los antiguos cruzados.
Se trata de explorar los límites del nacionalismo y de los instintos arcaicos. Los países del Este de Europa han sido los últimos en adherirse a la UE, pero son los primeros en sabotear el proyecto comunitario. Han urdido entre ellos un modelo autoritario, propagandístico, populista, entre cuyos requisitos fundacionales urge la construcción de unos mitos y el abatimiento de otros.
Por eso, el muro de la calle Király está permanentemente amenazado. Y por la misma razón han ido borrándose de los inmuebles del distrito VII las estrellas amarillas que hasta ahora evocaban la fechoría del genocidio.
Uno de los edificios damnificados está en la calle Akácfa 7, y lo construyó el arquitecto Jósefz Porgesz. Lo hizo entre los parámetros del Art Nouveau, pero nunca imaginó que su obra terminaría convirtiéndose en una prisión del gueto judío, ni que él mismo, judío de origen, acabaría siendo uno de los vecinos de Budapest exterminados en un campo de concentración.
Una placa recuerda su memoria. Y otra identifica el muro de la calle Király. La experiencia de acercarse resulta indolora al principio. Porque el edificio es vulgar. Y porque el economato y el gimnasio que flanquean el portal trivializan cualquier aprensión, pero impresiona luego acercarse a la piedra y produce estupor escuchar el antiguo eco de las lamentaciones.
Polonia y la paradoja del verdugo y la víctima
El genocidio adquirió una dimensión extraordinariamente cruel con Polonia, pero se da la circunstancia de que Polonia también asumió un papel ejecutor-gregario en los planes del exterminio nazi, desmintiéndose así la versión idealizada con que el actual partido en el Gobierno, el ultraconservador de Ley y Justicia, pretende desdibujar cualquier sombra de colaboracionismo o de complicidad.
El conflicto ha puesto en guardia a los historiadores y los juristas. Recelan de cualquier versión condescendiente y más todavía lo hace Jan Gabrowski, hijo de un superviviente él mismo del genocidio y autor de un tratado exhaustivo -Caza de judíos- que refleja el papel cómplice del estado polaco en los planes de Hitler, exactamente igual que lo hace la película Ida (Oscar 2015).
Polonia no tuvo nada que ver en la construcción de los atroces seis campos, pero la discusión sí concierne a lo que hizo fuera de ellos. Y no parece que la mejor manera de serenar el debate consista en promover una legislación que condena hasta con tres años de cárcel a quienes osen a mencionar la complicidad de Polonia en la Shoah.
Babelia
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