La vida sigue en la ciudad que ya no existe
El ecuatoriano Javier Andrade filma la cotidianeidad de su familia a los tres días del terremoto que destruyó la ciudad de su infancia
Veinte segundos de una imagen fija reciben al espectador. Una cámara de seguridad, en blanco y negro, enfoca una solitaria mesa, una silla y una caja fuerte. Nada cambia durante veinte segundos. Al pie del plano circular se lee “Acceso a cajas y bóveda”. Nada más durante casi medio minuto. Muy sutilmente una pequeña vibración va cogiendo fuerza; se escucha un traqueteo y de pronto, la silla, la mesa y la caja fuerte se tambalean como si estuvieran dentro de un barco. Fuera, un terremoto de 52 segundos destruye pueblos, ciudades y todo lo que encuentra en la costa norte ecuatoriana, convirtiendo decenas de miles de hogares en un amasijo de hierro y escombros, los edificios en trampas para la vida y un escaso minuto en un paréntesis de tiempo eterno.
Pero nada de eso se ve en 52 segundos. La película documental que el cineasta ecuatoriano Javier Andrade grabó tras las primeras 70 horas de la tragedia en su Portoviejo natal hablan de la vida paralela y cotidiana de quienes vieron pasar rozando la cara más destructiva del terremoto del 16 abril de 2016, que sacudió la provincia de Manabí con una fuerza de 7,8 en la escala de Richter. Ni el llanto ni la muerte son protagonistas de los 90 minutos de cinema verité. Como mucho, son el contexto para quebrantar la intimidad del dormitorio, de las historias de juventud de la abuela o del tercer cumpleaños de la sobrina.
“Todos, a través de las noticias, vimos la imagen cruda de la tragedia. Acá, en cambio, se trata de contar cómo vivió la gente, empezando por su entorno más íntimo, que es la familia ,y el proceso de recuperación”, cuenta el director y narrador en voz en off de la película. Se mete tanto en el ámbito privado que su padre, cabeza de familia en la vida real y en el filme, le reprocha, recostado en la cama, el objetivo de la grabación. “Hay dramas humanos más serios que el que yo pueda sentir”, opina el fundador y dueño de un banco que tuvo que ser demolido completamente.
Pero Andrade no cede ante las reticencias. Su hermana, con lágrimas en los ojos, lamenta que la desazón del momento vaya a quedar registrada para siempre en una cinta. Su madre le esquiva cada plano y su abuela solo reniega de seguirle la conversación cuando se da cuenta de que la cámara está encendida. Lo que mueve al cineasta es el miedo a la desmemoria. La ciudad de su infancia ya no existe y solo tiene recuerdos caprichosos.
No quiere que a su sobrina Mila le quede una imagen borrosa de lo que vino después de los 52 segundos que alteraron las rutinas y los proyectos de todo el país. Que más de 2.000 personas se mudaron al antiguo aeropuerto de su ciudad reconvertido en albergue de emergencia, que del asador de pollos de la esquina sacaron 21 muertos que estaban cenando cuando un edificio de dos pisos se les vino encima, que del banco de su abuelo solo se salvaron las placas de reconocimiento o que todas las historias de sufrimiento enmudecieron el bullicio de Portoviejo durante días. Pero, sobre todo, Andrade no quiere que la pequeña Mila olvide que sus tíos, su madre, sus abuelos, sus amigos y sus vecinos dejaron de un lado la pena durante una tarde para que pudiera soplar las tres velas de su tarta como si nada hubiera cambiado, como si el terremoto no hubiera reiniciado las vidas de todos. De todos los que no la perdieron.
Babelia
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