Las obsesiones fálicas de Lee Lozano llegan al Reina Sofía
El museo reúne la retrospectiva de la artista norteamericana erótica, díscola e intensa
Lee Lozano (Newark, 1930- Dallas 1999) no es una artista muy conocida, pero cuando se habla de ella se suelen mencionar su huelga general y el boicot que les hizo a las mujeres, a las que decidió no hablar durante un tiempo. Estas rarezas formaban parte de su personalidad, de su individualismo; rechazó las instituciones, la familia, el matriarcado y el patriarcado, la competición y la victoria, el onanismo y la familia: esta fue su peculiar lista de no, no y no que dejó escrita en sus manifiestos.
Pero sin duda, el visitante de su obra, que expone el Reina Sofía desde mañana hasta el 25 de septiembre, guardará memoria de sus óleos y dibujos poblados de penes, culos, vaginas, cuerpos desmembrados… Una obsesión gamberra. “Díscola”, define la comisaria de esta exposición retrospectiva, Teresa Velázquez, a esta artista norteamericana que “en solo 12 años forjó un proyecto ecléctico e incisivo”.
En 1972 se retiró de los pinceles y poco más se supo. Aún hoy sigue siendo una artista “injustamente olvidada”, en palabras del director del museo, Manuel Borja-Villel, a pesar de que sus pinturas se exponen en los grandes museos norteamericanos, pero se han necesitado hasta cuatro años para reunir las 150 obras que ahora se muestran en Madrid. El director del museo, resumió el interés artístico de esta mujer “prometedora e intensa” en la que late “esa cosa salvaje” de la escuela de Chicago, su gusto por lo grotesco, lo abyecto, lo obsceno.
De formación científica y filosófica —estudió en la Universidad de Chicago—, la obsesión por la energía, por un lado, y su mezcla erótica o pornográfica entre utensilios asociados con lo masculino y el cuerpo humano fueron una constante. Vaginas que esperan el enchufe de una tostadora, llaves inglesas que se abultan bajo la cremallera de un pantalón de hombre, martillos, herramientas dentadas, que perforan, que atenazan. Y bocas rojas con dientes blancos y amenazadores, que encierran todo un relato. “Relacionaba la boca con el casero que venía a cobrar el alquiler”, ríe la comisaria.
De inicios figurativos, Lozano avanzó hacia el minimalismo, aunque sus oleos no perdieron “las referencias sexuales turbadoras”. La ciencia y la energía cobran relevancia en su etapa abstracta con la que concluye su corta pero intensa relación con la pintura. 11 lienzos componen su serie de ondas, que “por primera vez se exponen como ella planificó, de pie, apoyados contra la pared y en una sala oscura” en la que la iluminación sobre cada óleo confiere un ambiente recogido y calmado, quizá. Nada más lejos de su personalidad. Podía pintar 52 horas seguidas a base de marihuana o preservarse de la droga durante otras tantas para experimentar de nuevo con su obra.
Su vida y su trabajo eran indisolubles. “Era muy tozuda, se empeñó en que su colección de ondas tenía que exponerse en el Whitney Museum y así fue, y eso que renegaba de todas las instituciones, del mundo y el mercado del arte tal cual estaba concebido”, apunta Velázquez. De ahí su huelga general y su rechazo a todo. Ella sola era un mundo aparte, difícilmente compatible con grupos, escuelas o tendencias. Era una desertora de todo lo que le rodeaba, aunque a veces su padre le mandaba algún dinero.
Babelia
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